Sonia trataba de controlar el pánico y razonar sobre su situación. Nadie la había dado por muerta, porque nadie desnuda un cadáver para meterlo en ... una cámara frigorífica, si no es envuelto en una bolsa. Entonces, ¿quién la había metido allí? Se palpó el cuerpo, en busca de alguna otra herida, incluso el sexo, temiendo que hubieran abusado de ella. Pero no había arañazos, ni cardenales, sólo las dos pequeñas incisiones en el cuello, que no le dolían, por otra parte. Debería estar congelada, pensó, pero, aunque sentía al tacto la frialdad de su cuerpo, no tenía frío; de hecho, se encontraba bien. Le parecía oír un rumor, o un zumbido, como el de un generador. Si seguía en la Facultad, ¿dónde había motores y frigoríficos? En el laboratorio sí que había, claro, pero verticales, para guardar las muestras, y cubas, pero no horizontales, donde cupiese en cuerpo humano. Sólo había un lugar que ella conociera que albergase frigoríficos de este tipo: la sala de disección. Vio la pared con las puertas metálicas, clasificadas con etiquetas, y de pronto sintió asco, al pensar que estaba rodeada de cadáveres.
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- Tienes la casa que me hubiera gustado tener –dijo Moya, que acariciaba los lomos de los libros en la biblioteca.
- Es tuya, Joaquín. Puedes venir cuando quieras. Tendríamos que vernos más. Al final, nos quedan muy pocas cosas, y la sangre es probablemente la más importante –nuevamente Felipe sorprendió a Joaquín.
- A ti te pasa algo más que el trabajo –dijo volviéndose hacia su hermano, que bebía whisky sentado en un cómodo sillón de cuero.
- Últimamente me acuerdo mucho de papá. Disfrutaba tanto con la tienda, los clientes y sus libros, tenía una vida muy sencilla. Ahora comprendo que a veces nos la complicamos innecesariamente.
- ¿Te arrepientes de tus decisiones?
- No es eso, me gusta mi trabajo. Pero estudiamos unos cuantos años, luego nos matamos trabajando, ganamos dinero, ¿y para qué? La vida ha terminado sin que apenas nos demos cuenta.
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Joaquín miró con más atención a su hermano. Las ojeras negras, los ojos enrojecidos, la palidez anormal de su cara, que ya había notado durante la comida. Se acercó a él. Felipe lo miró a los ojos. Luego sacó un sobre del bolsillo de la chaqueta y se lo tendió a Joaquín.
Sonia escuchó cómo se abría la puerta del frigorífico en el que estaba tumbada y, antes de que pudiera siquiera reaccionar sintió el cuerpo reptando encima de ella, aprisionándola, introduciéndose en su interior. La piel se le erizó al sentir el aliento en el cuello, la humedad y el olor acre de su sangre que inundó el minúsculo recinto. Abrazó el cuerpo desnudo del hombre que la poseía y sintió un hambre incontenible. Clavó sus uñas en la espalda del hombre hasta que lo hizo gemir de dolor y retirar la boca de su cuello. Le embargaba el olor a sangre que emanaba su cuerpo, que sentía pegado a la suyo. Agarró la cabeza del hombre antes de que pudiera bajarla y entonces fue ella quien lo mordió. Sintió cómo la sangre le llenaba el estómago, recorría su propio riego sanguíneo y transformaba cada una de sus células.
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Al anochecer, Moya salió deprimido de la casa de su hermano. Estaba un poco borracho. «Leucemia», pensó. A Felipe le quedaba con suerte un año de vida. Con quimioterapia y un tratamiento adecuado, quizá podría vivir un poco más, pero él había renunciado a cualquier tipo de tratamiento. Se internaría cuando ya no pudiera aguantar. «Lo peor es el cansancio», había dicho, pero no tomaba nada más que complejos vitamínicos, y paracetamol para la fiebre. No sabía nada Marga, que atribuía su decaimiento al exceso de trabajo, ni tampoco su madre. «Quiero morir con dignidad», había dicho Felipe. «Prométeme que no se lo contarás». La leucemia mielógena aguda solía tener un curso agresivo. Los tejidos de la médula ósea, que producían los glóbulos blancos, generaban con la enfermedad células cancerígenas que se propagaban por todos los órganos. Pronto, la devastación de su cuerpo sería tan visible que no haría falta contar nada.
«Una enfermedad de la sangre», pensó Moya, como si le persiguiese una maldición. Recordó unos versos: «Me pesaba la vida como un remordimiento; quise arrojarla de mí. Mas era imposible, porque estaba muerto y andaba entre los muertos». Lo peor era que no podía cambiar sus sentimientos hacia Felipe. Lo despreciaba. Por tener éxito en su profesión de esa manera superficial e intrascendente. Por su deseo de figurar, de llamar la atención en casa o en el colegio. Hasta en el funeral de su padre, con un discurso tan vacío como la ceremonia de la muerte. Gente vacía viviendo en el vacío de las apariencias, recorriendo ese vacío, estirando las situaciones y los rasgos, tratando de escapar de la carcasa que los recubría como una muda de piel bífida y seca. Moya se sentía fatal. Pero no era por su hermano moribundo –se decía-, sino por sí mismo. Porque lo que despreciaba de su hermano estaba en su interior, arraigado en su ser desde la infancia, y él no podía hacer nada para remediarlo.
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Desde la ventana de la biblioteca, Felipe observó cómo Joaquín se alejaba tambaleándose por la Gran Vía. Recordó cómo se había reído esa tarde con su relato de fantasmas en Madrid y en Granada. Sus propias palabras:
- Y yo que creía que no había más vampiros que algunos políticos que conozco.
Su hermano pequeño no aprendería nunca. Rodeado de muerte en su trabajo, no sabía nada en realidad sobre la agonía que supone tener la certeza de tu propio fin. Le faltaba la mala leche que a él le sobraba. Joaquín –pensaba Felipe- carecía de verdadera determinación. Sacó del bolsillo de la chaqueta que aún llevaba puesta un teléfono móvil y marcó un número.
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- ¿Laura? –dijo cuando descolgaron al otro lado de la línea-. Tengo que hablar con el señor V.
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