Cuando, subiendo la avenida de Madrid, Sonia veía la fachada de la Facultad de Medicina, no podía evitar emocionarse, aunque fuera a ese lugar a ... diario, incluso un par de veces durante la jornada. Quizá era por el aspecto clásico de las altas columnas dóricas que franqueaban la entrada y el majestuoso frontispicio semicircular. Curiosamente ella creía ver el edificio completo y la cúpula redonda, como si volara sobre él –aunque sabía que era un efecto óptico, pues el Hospital tenía más bien una planta de pentágono irregular, del que la puerta de la Facultad representaba el lado más corto–, pero era al subir las altas escaleras de mármol cuando la sobrecogía una sensación de paso del tiempo, como si ella se incardinase en una larga tradición de doctoras que habían dado su vida por la sociedad. Aunque para eso faltaba bastante tiempo, si superaba las asignaturas de un exigente plan de estudios al que muchos estudiantes dedicaban buena parte de su vida. Estaba oscureciendo y empezaba a hacer frío, por lo que agradeció entrar en el edificio, cuyas puertas solían permanecer todo el día abiertas. Subió las escaleras del vestíbulo y recorrió un largo pasillo de suelo de mármol y paredes verdes y blancas. Bajó unas escaleras y atravesó un patio para introducirse en un pasillo más estrecho que sufría un empobrecimiento progresivo, siendo el mármol sustituido por linóleo, la madera por plástico, hasta alcanzar las taquillas de un latón gris que había junto a las puertas de abanico que daban paso a los laboratorios. Dejó la carpeta y el bolso en la taquilla y se puso la bata y la mascarilla. En un dispensador se roció las manos con un gel hidroalcohólico antes de ponerse los guantes de plástico. Clasificar y ordenar muestras no era un trabajo muy divertido, pero disfrutando de una beca de colaboración en el Departamento de Patología no tenía derecho a quejarse. Era un privilegio poder estudiar en esa Facultad y disponer de un hospital para pasar con sólo recorrer un pasillo de la teoría a la práctica.
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El olor a desinfectante la mareó un poco, pero le gustaba el silencio que reinaba en esas habitaciones de color blanco, que contrastaba con el color rojo de los tubos de muestra clasificados en los armarios frigoríficos. A partir de las muestras biológicas, podías clasificar a la población según magnitudes bioquímicas, hematológicas, inmunológicas, microbiológicas, parasitológicas o toxicológicas, sin que esta fuera una clasificación taxativa, según la profesora Beatriz Aranda. Nombre y apellidos de la paciente, edad y número único de historia de salud, el código del médico peticionario, la fecha de extracción de la muestra, el diagnóstico o sospecha diagnóstica y las pruebas de laboratorio solicitadas se resumían en una etiqueta identificativa que daba acceso a su historial clínico. A veces, cuando cogía una de las muestras para examinarla en el microscopio, Sonia se sentía como un juez que fuese a emitir una sentencia inequívoca sobre una persona, dándole una razonable esperanza de vida o condenándola. Millones de células en permanente movimiento que formaban una conciencia y una sola voluntad para que, cuando nos levantábamos cada mañana, al menos en apariencia, fuéramos la misma persona. Eso no podía explicarlo un análisis de sangre, y por eso a Sonia le sorprendía algunas veces el cinismo de sus maestros. Como si el conocimiento del cuerpo humano los llevara a quitarles importancia a la enfermedad y la muerte, quizá porque estaban demasiado acostumbrados a ellas. Le sorprendía que algunos fumaran, por ejemplo, al mismo tiempo que podían explicarte cómo el tabaco causaba una calcificación de las arterias y venas del aparato circulatorio, provocando trombos o un paro cardíaco. Pero disfrutaban su whisky y su cigarro, conscientes de que así se quitaban unos cuantos años de vida. ¿Carpe diem? Por un momento, imaginó que rellenaba su ficha: Sonia García, 24 años, un metro setenta de altura, cincuenta y siete quilos, pelo rizado castaño, ojos marrones… «No estoy tan mal, ¿no?», pensó. «Bueno, quizá me sobre un poco de culo, aunque eso no figuraría en la ficha. Ni que me siento terriblemente sola. ¿Por qué los tíos son tan gilipollas?» Sonia abrió el armario para coger un tubo de muestra. El ruido de la puerta al abrirse coincidió con el batir de la puerta del laboratorio. No vio la sombra que se acercaba por detrás hacia ella.
- Julián López, taxista –dijo Ricardo Rey, que le mostraba a Joaquín Moya el cadáver hallado en los Jardines del Triunfo–. El vehículo estaba mal aparcado en la parada del autobús. Debió dejarlo de madrugada, pues los conductores de la Rober –la empresa del transporte público– habían dado el aviso a la policía local. El cadáver estaba cubierto con unas ramas –Rey señalaba los arbustos del parterre más grande del parque, entre los setos, cerca de la base del monumento y la columna corintia sobre la que se alza la Inmaculada, rodeada de rayos y ceñida la cabeza con una corona estrellada que siempre había inquietado a Moya, como los grandes cuernos del maligno a los pies de la imagen. Sintió que se tambaleaba cuando vio las heridas en el cuello del hombre. Llevaba meses tratando de negar lo irracional. Hasta ayer, Moya creía posible volver a llevar una vida guiada por parámetros tan claros y razonables como las explicaciones de Eusebio Fernández, cuya lucidez y tranquilidad él trataba de imitar en sus clases–. Las heridas del cuello parecen la mordedura de un animal.
Mostraba repetidas incisiones, desgarros, laceraciones… La mano derecha del cadáver aferraba todavía un inservible bate de béisbol. Moya no había visto nada semejante, ni siquiera en los peores meses de Madrid. Recordó el título del reportaje de ABC en el que había participado: «El beso del vampiro. Crónica de la otredad». Vaya título rebuscado. Y sus propias palabras:
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«La gente niega las decepciones y los deseos insatisfechos durante años; desde que tiene uso de razón, en realidad. En vez de enfrentarse a sus miedos, los entierra en una región profunda del cerebro, sepultándolos con todo lo que nos va ocurriendo en el día a día. Sin embargo, subrepticiamente, vamos desarrollando una personalidad alternativa que adquiere relieve poco a poco; esa parte de nuestra identidad que no soportamos y que Jung llamaba la sombra...».
Interesante teoría. Moya se admiraba a veces de sí mismo, de las cosas que decía en clase, o de lo que escribía en algún artículo científico, o de lo que había dicho en esa entrevista. Era como si fuera otra persona. No pudo evitar sonreír al recordar el entusiasmo infantil con que le escuchaba entonces la periodista Carmen Mendoza. ¿Qué habría sido de ella?
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- ¿Te parece gracioso? –le dijo Ricardo Rey.
- Perdona, me estaba acordando de algo, aunque no era el momento, desde luego. Los caprichos del cerebro, ya se sabe –contestó Moya. Otra metedura de pata, pensó.
- ¿Qué? –Ricardo Rey se estaba cabreando.
- Con este se ha ensañado –contestó Moya endureciendo su expresión, y dándose cuenta justo después de decirlo que repetía lo mismo que le había dicho a Miguel Serrano meses atrás. Quizá por eso se sentía confuso. «De alguna manera, en algún lugar, en algún momento, del pasado o del futuro».
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- ¿Qué quieres decir? –insistió el inspector.
- No creo que se trate de un animal. Creo más bien que este hombre interrumpió al asesino, que lo destrozó.
- ¿Comiéndoselo, Moya?
- ¿Habéis encontrado algo más?
Ricardo Rey miró a Moya con sorpresa.
- Ahora que lo dices, cerca de la verja había un jirón de camisa de mujer, manchado de sangre.
- Pues antes o después aparecerá otro cadáver. Y no será el último –aseguró Moya, acentuando con cada palabra su sensación de irrealidad.
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