A pesar del sol
IDEAL recupera una tradición periodística y publica a partir de hoy una novela por entregas con un estreno de capítulo cada día del mes de agosto
De madrugada, las calles de Granada habían perdido su encanto. Años atrás, uno podía trasnochar sin temor a que le cerraran los bares, enlazar si ... quería un día con otro, y él no tenía que preocuparse por los clientes. Siempre había alguien que necesitaba un taxi, a quien recoger y llevar a casa, a quien buscar un último antro donde prolongar esa sensación de gozosa irrealidad que causaba el alcohol si eras capaz de tomar la dosis adecuada. Julián conocía perfectamente esa sensación, aunque ya no bebía. No podría hacerlo conduciendo el taxi, y era mucho mejor no tener que preocuparse por la policía y los controles de alcoholemia. Pero le gustaba que la gente disfrutara por él, y muchas veces se había comportado como un hermano mayor con los jóvenes –y no tan jóvenes– que se habían pasado de rosca. Recordaba muy bien su propia inquietud al salir de casa, dispuesto adentrarse en la noche, que era como un existencia más profunda y enigmática, poblada de seres solitarios y peligrosos a veces, aunque casi siempre se tratara sólo de personas ávidas de experiencias.
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Sin embargo, a partir de las dos o las tres de la mañana, la ciudad se había vuelto silenciosa. La gente se encerraba en casa aunque como él sufriera de insomnio, y no paseaba a cualquier hora. Por eso le sorprendió tanto a Julián la escena que vio cuando salía de la Gran Vía y enfilaba la rotonda del Triunfo: un hombre abrazaba a una mujer en el interior del parque, cuya cancela debía de estar cerrada a esas horas. La espalda desnuda de la mujer se apoyaba sobre las rejas de la cerca, con las piernas a horcajadas sobre la cintura de un hombre, que la empotraba contra los barrotes de hierro y le doblaba el cuello de un modo imposible. Julián dio un frenazo en la parada de autobuses de la plaza y sacó de debajo del asiento el bate de béisbol que guardaba para los malos encuentros. Corrió hacia las rejas donde había visto –¿y oído gritar a la mujer?– a la pareja. Pero al llegar no había nadie.
Oscuridad y unos puntos brillantes; una claridad roja y dolor en los ojos, por donde penetra el ser. Y una frase: «Aquel para quien no brilla la luz vivirá, a pesar del sol, como un animal en la noche». Sentía al animal sobre su cuello, sorbiendo, lamiendo, antes de volver a morderla. El dolor y el placer. El animal también estaba dentro de su cuerpo, moviéndose. Vio la cara del hombre. La tristeza. Algo parecido a una disculpa. El deseo y la determinación. El mareo volvía a nublarla, el orgasmo llegaba en oleadas; y abrazó al animal con más fuerza.
- ¿Qué opinas? –se lo preguntaba el inspector Ricardo Rey a las nueve de la mañana, sentado en el despacho minúsculo, apenas una habitación aneja al despacho de Eusebio Fernández, que habían vaciado de archivadores para proporcionar al nuevo profesor asociado del Departamento de Anatomía y forense de la policía científica en excedencia un lugar para trabajar– de Joaquín Moya. Aunque parecía más bien un pijo progre, con el pelo moreno y rizado, los labios carnosos en una cara agradable, algo aniñada, lo que no ocultaba la barba de dos días, los pantalones Levi's avejentados y una sudadera gris con capucha bajo la que asomaba una camisa de cuadros azules y blancos. Cruzaba las piernas en una postura de adolescente, mostrando la suela de unas zapatillas blancas Adidas desgastadas. Sólo los ojos negros, irónicos y curiosos, delataban cierta edad; treinta y cinco años, calculó Moya. Una edad muy buena para hacer carrera, disfrutar y creer en el trabajo, antes de que las decepciones te fueran quitando fuerza. Pero ¿le gustaría a Joaquín tener diez años menos?
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- No sé qué decirte –contestó sinceramente Moya–. El cuerpo está completamente exangüe, pero no tiene ninguna herida que justifique la pérdida de sangre. Por lo demás, era un hombre sano. No encuentro ninguna explicación.
- ¿El forense de las otras explicaciones no tiene explicación?
- Esta muerte tiene una causa, si es que podemos decir eso acerca de cualquier muerte.
- ¿Es una adivinanza?
- No. Es la realidad. Ni siquiera las enfermedades pueden explicar siempre el hecho de que muramos. Sucede y ya está.
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- ¿Quieres decir que este hombre murió simplemente porque le llegó la hora?
- Desde un punto de vista científico no existe el instante de la muerte, aunque se identifique con el cese de los latidos cardiacos o de los movimientos respiratorios. Pero lo que quiero decir es que este hombre murió sin ninguna causa externa que lo justifique. Fuera de que le faltan, teniendo en cuanta su peso y estatura, aproximadamente, unos cinco litros y medio de sangre.
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