Capítulo 3

A pesar del sol

IDEAL recupera una tradición periodística y publica a partir de hoy una novela por entregas con un estreno de capítulo cada día del mes de agosto

Moya subió las escaleras que había junto al pilar de Carlos V y enfiló la cuesta. A la vista de la puerta volvió a escuchar ... las palabras de su padre: «Es un error considerar la mano de Fátima como un signo árabe. Es un talismán mucho más antiguo, por lo menos en un milenio, aunque sus remembranzas alcancen el Neolítico con los exvotos de las manos mutiladas, como las que hay en la cueva de Lascaux». Ahora echaba de menos la cadencia de su voz y esa ligera impertinencia, el tono de sabio algo impostado y cómo pronunciaba mejor las palabras cuando te echaba un discurso, que entonces Moya escuchaba con impaciencia. Qué lamentable cualidad del ser humano era vivir siempre inquieto, a destiempo. Jóvenes demasiado impacientes para escuchar la sabiduría de los mayores. Viejos necesitados de alguien que los escuche. Moya suponía que él se encontraba en el medio con sus cuarenta y cinco años, aunque la gente le echara muchos menos por su piel pecosa y el pelo rizado, un Tom Sawyer travieso, lo llamaba Miguel Serrano.

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Tenía la edad de querer oír a los mayores, de comprenderlos, pero su padre ya no estaba con él. «La mano es una de las revelaciones gráficas más remotas de la humanidad, equiparable a la cruz o el círculo, y en las latitudes más diversas del mundo». Entonces le fastidiaba el misticismo de sus explicaciones, ese matiz entre esotérico y religioso, que le resultaba fantástico, llevado quizá por sus prejuicios. Pero hasta Eusebio Fernández, un hombre de ciencia, era creyente a su modo –quizá hubiera escrito su propia biblia, no le hubiera extrañado nada–, algo que nunca había comprendido tampoco Moya, hasta ahora. La muerte de Miguel Serrano le hacía tener otra perspectiva de las cosas. «Es costumbre entre los persas llevarse la mano a la boca, con la palma hacia afuera, para cerrar el paso al espíritu maligno que trata de introducirse en el cuerpo, protección a la que se refiere la mano de Fátima. Y así, la mano de Fátima, abierta al firmamento, ampara al castillo de las maléficas emanaciones estelares, invocando las influencias benéficas».

Moya recordaba el temor que sentía al entrar en el despacho de su padre, donde pasaba horas encerrado cuando no estaba en la librería. No entendía su sed de libros, que no estuviera saturado ya después de atender un negocio que requería tanto esfuerzo, y que hoy no proporcionaba más que miseria. Pero eran libros distintos los que guardaba en las altas estanterías de madera que asfixiaban la habitación, la más pequeña de la casa –ese era el carácter de su padre, protegerse en un recinto minúsculo y darlo todo a la familia–, libros como La guerra de Granada, de Diego Hurtado de Mendoza: «las armas de los antiguos reyes de Al-Andalus eran una llave azul en un campo de plata, fundándose en ciertas palabras del Corán, y dando a entender que con la destreza y el fierro abrieron por Gibel Tarik la Puerta del Poniente».

Cómo sufrió al entrar en esa habitación después del funeral, pues su madre la había mantenido intacta, como si se tratase de un mausoleo. Las plumas y las pipas –aunque hacía años que no fumaba– ordenadas en la mesa, junto al escritorio que había encima, con un taco de cuartillas blancas esperando a que él las rellenara con su letra elegante, pero casi ilegible para los demás. El flexo dorado, con la pantalla verde, un insecto de cabeza encendida que alumbraba pensamientos. La silla de madera de respaldo recto de cuero labrado, tan incómoda para alguien que no fuera él, erguido hasta cuando estaba sentado, firme siempre ante cualquier circunstancia. «El espíritu (la llave) y la materia (la mano) actúan juntos, Joaquín. No te olvides de esto».

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Moya nunca había sabido lo que su padre quería decir. La Puerta de la Justicia estaba tal y como la vio en aquel primer paseo. Un grupo de turistas escuchaba atentamente a su guía, que señalaba los símbolos sobre el arco de herradura de la entrada. «Bajo esa puerta permanece todavía el viejo astrólogo en su salón subterráneo, dormitando en su diván, arrullado por los acordes de la lira de plata de la encantadora princesa. Todo lo cual seguirá ocurriendo de siglo en siglo, y la princesa seguirá cautiva en poder del astrólogo, y éste, asimismo, permanecerá en el sueño mágico hasta el día del juicio final, a menos que la histórica mano empuñe la llave y deshaga el encantamiento de esa colina». ¿Qué hacía Moya allí? Pasó por debajo del umbral mágico e hizo el trayecto en zigzag del zaguán de la guardia para entrar en el recinto de la torre, subir a las almenas y asomarse a la cara sur. Como había supuesto, desde la atalaya podía ver perfectamente el camino izquierdo de la cuesta, incluso podía ver el claro y el árbol bajo el que habían encontrado el cadáver.

Al bajar la cuesta en dirección al centro tuvo la sensación de caminar por un decorado. Las cosas estaban ahí, para todo el mundo, el castillo sobre la colina, el bosque, la Puerta de las Granadas bajo la que pasaba ahora y, un poco más abajo, la ciudad; pero sólo tenían el sentido que uno quisiera o pudiera darles. De pequeño, Joaquín envidiaba a los turistas, las posibilidades –imaginaba– casi infinitas de hacer lo que uno quisiera, las maletas y los aviones, los paseos y los restaurantes, toda una jornada sin más rutinas que los propios deseos. Luego aprendió que se trataba de una libertad ilusoria, hasta el más rico tenía compromisos y obligaciones, trabajo y una familia que atender. La mayoría de la gente aceptaba esa realidad sin más, se conformaba con los pocos momentos de libertad que jalonaban el día o el año, el descanso y las vacaciones, los milagros del amor y la amistad. Pero había personas que no lo aceptaban y cuya insatisfacción los iba reconcomiendo y transformando. ¿Cuántas de esas personas que veía subir o bajar la cuesta serían como Miguel Serrano? No las que se paraban a curiosear en las tiendas de recuerdos, ni las que no se cansaban de hacerse fotos con sus cámaras. Quizá esa mujer madura que lo miró fugazmente con interés. O ese hombre con una larga gabardina negra que murmuraba algo para sí mismo. O la pareja de adolescentes que caminaba abrazada por la cintura, riéndose. Quizá alguien supiera exactamente por qué se encontraba allí. Moya había dejado de pensar en cuál era su lugar en el mundo, o qué era realmente lo que sabía de sí mismo. Comprendía a quien se dejaba llevar, simplemente. A veces era mejor no saber, no aventurarse demasiado en el interior de las personas. Y había quien era capaz de darle a todo un sentido diferente. «El espíritu (la llave) y la materia (la mano) actúan juntos». Quizá, después de tanto tiempo, la Alhambra tuviera un nuevo rey.

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