Kamal
Isabel G. Fiestas
Viernes, 15 de agosto 2025, 23:29
El primer verano que vino Kamal, yo había aceptado su acogida para no estar sola después de mi divorcio. No lo dije nunca en voz ... alta. Era un secreto íntimo y vergonzoso: aprovecharme de un niño saharaui de ocho años para paliar mi soledad y mi abandono, no decía nada bueno de mí. La mala conciencia desapareció en el momento en que Kamal me miró, y sus enormes ojos negros me dijeron todo lo que yo necesitaba oír. Porque mi niño, que no conocía nuestro idioma, me hablaba con los ojos y yo lo entendía. Siempre lo he entendido. Sabía lo que me estaba demandando en cada momento, aunque había peticiones que no podía satisfacer. Lo más básico para mí era que tuviera una alimentación sana y nutritiva, y mucho cariño, afecto, protección. Lo primero era fácil y no me suponía problema alguno. En cuanto al cariño, era más difícil, pero poco a poco fui aflojando mi apretado corsé y engrasando mi oxidada armadura para acercarme físicamente a él y abrazarlo, besarlo, mimarlo.
Publicidad
A Kamal le faltaron cosas, que yo, en parte por una inicial falta de interés, en parte por desconocimiento, no supe prever. Necesitaba estar con otros niños, pero lo único que pude ofrecerle de forma improvisada fueron algunos ratos de ludoteca o parque y un par de días con mis sobrinos, porque ellos ya tenían sus propias actividades. Aun así, a pesar de las limitaciones, en pocos días pude apreciar el avance de Kamal en todos los sentidos. Estaba cada vez menos cohibido, más cariñoso y obediente, y ya no se enfadaba cuando le corregía sus formas o sus gestos. Procuraba atender y comportarse de manera correcta sin enfados. También mejoró mucho su comunicación y su comprensión.
Cuando el verano siguiente la asociación me preguntó si volvería a acoger, acepté con la condición de que viniera de nuevo Kamal. El reencuentro fue emotivo. Esta vez el pequeño traía puesta su bonita sonrisa y corrió a abrazarme cuando me vio, al tiempo que me mostraba, orgulloso, la mochila que yo le había regalado el verano anterior. Comprobé con agrado que recordaba bastante del idioma, y fue todo más fácil que el primer año. Había crecido, pero también estaba delgadito y mal nutrido. Pensé llevarlo al pediatra de mis sobrinos para que le hiciera un examen.
En esta ocasión, sí me había anticipado a la llegada del pequeño para tener previstas una serie de actividades, tanto lúdicas como formativas, que hicieran agradable y divertida su estancia. Kamal aceptó de buena gana cada uno de mis planes, se implicó con interés y disfrutó de todas las tareas, hasta de las menos divertidas. Los dos meses pasaron muy rápido, a nuestro pesar, y pronto me encontré preparando su mochila para el regreso. Esta vez consintió que incluyera en su equipaje un par de libros, cuadernos y lápices.
Publicidad
Unos meses más tarde, en primavera, recibí una llamada de la trabajadora social de la asociación con la que había tratado en los dos periodos de acogida. La madre de Kamal, viuda con siete hijos, había fallecido en medio de una pandemia. La situación en el campo de refugiados era de auténtico caos. No había institución alguna que se hiciera cargo de los huérfanos. Tampoco se podían dar en adopción. El único resquicio legal para un buen número de menores, era la acogida por parte de las familias con las que habían permanecido durante la campaña de verano, al menos hasta que se encontrara una solución. Por supuesto acepté, incluso me ofrecí a viajar para traerme yo misma al niño. Me explicaron que esta opción no era la más adecuada, pues había tal desorden, y tanta gente intentando ayudar, que hubiera representado un estorbo en lugar de un apoyo.
Dos semanas después recibí la tan ansiada llamada: podía ir a recoger a Kamal. Se me encogió el corazón cuando lo vi acercarse a mí. Más delgadito que nunca y con ojeras. Sus ojos, aún más abiertos y más negros, parecían pedir una explicación a todo lo que estaba viviendo. Cuando se abrazó a mí, rompió a llorar y la impotencia de su llanto se instaló dentro de mí. No sabía cómo consolarlo ni qué esperaba que yo hiciera. Lo abracé con fuerza y, poco a poco, su cuerpecito tembloroso fue relajándose, hasta que las convulsiones cesaron y pudo aferrarse a mí en clara demanda de protección.
Publicidad
Han pasado dos años y Kamal y yo hemos formado una familia. Es una familia un poco extraña, quizás ilegal. Nadie lo sabe. Pero somos felices. Kamal progresa, tanto en el colegio como en sus actividades complementarias. Sigue teniendo alguna pesadilla, y también en alguna ocasión nombra a sus hermanos y me pregunta si volverá a verlos.
Yo continúo en contacto con la asociación, y últimamente me han informado de algún pequeño avance burocrático en este difícil camino hacia la adopción que decidí emprender. Kamal está siempre al corriente de todo, y el otro día me preguntó si podía llamarme mamá delante de sus amigos, aunque todavía no sea su madre adoptiva.
Suscríbete durante los 3 primeros meses por 1 €
¿Ya eres suscriptor? Inicia sesión