El actor en un momento de su interpretación. A. M.

Juan Diego Botto: Federico en la fiscalía

Crítica ·

El actor será perseguido de oficio y la función había de suspenderse: Lorca redivivo

Andrés molinari

Domingo, 14 de febrero 2021, 03:22

Todo comienza con una tierna broma sobre una denuncia interpuesta en una lejana fiscalía y, para nuestro mal, admitida a trámite. El actor será perseguido ... de oficio y la función había de suspenderse: Lorca redivivo. La chanza se la creyeron los más y aplaudieron a rabiar, tanto la mentira del principio como la verdad final, aunque en teatro nunca, ninguna de las dos, quedan desnudas del todo. Yo hoy me limito a seguirle el juego al ingenioso trufaldín.

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Yo lo acuso de ser un farsante, de usar las tablas del escenario, nunca mejor dicho, con tenso nervio e inquiero brío para carpintear un monólogo, unas veces musitado y otras vociferado, entre nuestra España de exabruptos contra razones. Trufado con el idóneo mito del barco de Teseo, siempre renovado por los atenienses para que no naufragase en el océano del olvido. Y no sólo un farsante sino varios a la vez, duplicando personajes en su subir y bajar del escenario al patio de butacas.

Yo lo acuso de ser un suplantador, de meterse en la piel de Lorca y, por momentos, hacernos creer que es nuestro paisano quien, entre la tragedia y el salero, nos rememora su vida, sus anécdotas manchegas y su amor abierto en canal y en sonrisa. De hacerse pasar tan magistralmente por Federico sin más careta que su talento y, al final, llorar su propia muerte, que es la muerte de toda nuestra honra, de toda nuestra fe en la humanidad, de toda nuestra reciente historia siempre convaleciente.

Yo lo acuso de ser un homicida, de intentar, y a veces lograr, la muerte, mediante la palabra, de ese español adocenado, intolerante y zafio que a veces asoma en las esquinas de nuestra vida y laberintea en las noches de nuestras desazones.

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Yo lo acuso de ser un ladrón y un secuestrador, de robarnos nuestro aparente sosiego y de raptarnos del cómodo diván de nuestra gris burguesía, que se cree aparada por los ministros, a pesar de constatarlos ineptos. Con el agravante de usar argucias que debilitan y carcomen nuestras defensas, como esos textos bien escogidos de Federico o 'Ese Vals' vienés de Leonard Cohen, para llevarnos a su terreno de lucidez e introducirnos en su templo de zapatos llenos de arena y abrigos vacíos de amparo, para hacernos creer todavía en el teatro. Todavía. Con la que está cayendo.

El público, inapelable jurado, tiene ahora la palabra. Tras escuchar a las partes y pronunciar el visto para sentencia, sólo existen dos castigos posibles para este osado convicto. O se condena a Juan Diego Botto al españolísimo cadalso del desdén, a la inicua prisión del silencio, a la muy ibérica cárcel del menosprecio, al impío presidio del olvido… O se le condena a repetir durante mil y una noches, cual Sherezade de talle juncal, grandes ojos y linda voz, esta preciosa remembranza sobre aquel poeta que, entre Nueva York y Víznar, logró descifrar el lenguaje de las flores.

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