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Relatos de verano

La hija del radiotelegrafista

pilar durán

Lunes, 22 de agosto 2022, 00:01

Alfonso vivía en una pequeña ciudad del norte de África. Era un pirado de la radiotelegrafía. Aprendió el alfabeto morse, siendo niño, con un manipulador ... y una chicharra que fabricó él mismo con restos de materiales reciclados. Pasaba las horas muertas practicando. Le encantaba escuchar los sonidos que él mismo emitía tan sólo por el gusto de oírse manipular. Y cuando pensaba que con ese sistema podría comunicar con cualquier marino que navegase a cientos de millas de distancia, o algún aviador que podría estar volando a mil pies de altura de donde él se encontraba, la idea le llenaba de regocijo. Por eso, cuando se le presentó la oportunidad, hizo de la radiotelegrafía su profesión y ocupó una plaza en la base de Tawima –por entonces perteneciente al Protectorado Español–. Se consideraba un hombre afortunado porque decía que por dedicarse a una actividad que le gustaba tanto obtenía un sueldo con el que vivir, mientras él hubiera estado dispuesto a pagar para poder ejercerla.

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Una vez obtuvo el trabajo, se casó y formó una familia: nací yo. Pero, precisamente por circunstancias familiares quiso marcharse lejos y, un día, se le ocurrió pedir destino a Guinea Ecuatorial. Cuando se lo comunicó a mi madre ella puso el grito en el cielo. Me parece que todavía la estoy oyendo:

–¿Queeé? ¿Es cierto lo que me estás contando? ¿A Guinea? ¡Yo no me voy allí ni loca! ¡Digo, para que se nos metan en la casa las tarántulas y nos piquen, o nos trague una boa! ¡Nada de eso, a Guinea te vas tú solito!

Eran otros tiempos, y mi padre consideró que no tenía por qué haber consultado con su esposa las cosas que concernían a ambos. Por aquella época estaba muy bien visto socialmente que los hombres hiciesen de su capa un sayo. Las esposas vivían bajo la tutela de los maridos como si fuesen menores de edad y la ley los amparaba a ellos. Total, ya fuese por esto o por no se sabe qué, mi padre logró convencer a mi madre y allá que nos fuimos. Yo contaba cinco años cuando llegamos a Santa Isabel de Fernando Poo. Todavía recuerdo el impacto que me causó aquel paisaje. Yo, que venía de un paisaje desértico, de pronto, me encontré con aquella exuberancia de vida por todas partes, árboles frondosos y descomunales, bananeros y cacaoteros gigantes, pájaros que anidaban hasta en los cables de las instalaciones de la radio y la televisión, la variedad de insectos gigantes y la aprensión de mi madre respecto a todo bicho viviente..., pero lo más sorprendente para mí fue ver, por primera vez, a tantas personas negras. ¡Yo, que el máximo contacto que hasta entonces había tenido con un negro fue cuando la foto que me hicieron en brazos del Rey Baltasar! Me adapté rápido a mi nuevo entorno.

A mi mejor amiga la conocí en mi propia casa, era la hija de nuestro sirviente (¡Oh, sí! Ya digo que eran otros tiempos, el concepto era ese: mi padre, al ser empleado del Estado español, allí, tenía derecho a tener ¡un sirviente!: «Cosas de aquellos tiempos»). Nos hicimos inseparables.

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A la par que aprendía a leer en la escuela, mi padre me enseñó el alfabeto morse e, igual que él hizo cuando era pequeño, me regaló uno de sus viejos manipuladores y lo aplicó a un altavoz que funcionaba con una pila para que yo practicase. Jugábamos a comunicarnos por este medio que nos divertía mucho, pues creaba una especie de complicidad entre nosotros.

Cuando Risele, mi amiga, nos vio, me dijo que en su tribu la gente se comunicaba de forma similar a la nuestra por medio del bötutú –flauta globular hecha con una calabaza–. Se nos ocurrió intercambiar nuestros conocimientos y pasábamos días muy divertidos aprendiendo la una de la otra, aunque, a diferencia del morse, nunca llegué a dominar más que unos pocos tonos porque requiere mucha complejidad y pericia. Pero el morse lo fuimos perfeccionando y en pocos meses ya éramos dos expertas. Por las noches, nos entreteníamos en comunicarnos, desde nuestras respectivas casas, encendiendo y apagando nuestras linternas. Risele me introdujo en su vida familiar y con frecuencia me invitaba a visitar a sus tíos, abuelos y primos, que eran muchos; en África se da el modelo de la familia extendida. Aquel mundo me fascinaba a la vez que me parecía envuelto en un halo de misterio porque no llegaba a desentrañar nunca el verdadero sentido de lo que contemplaba. Lo fundamental es que yo no dominaba el bubi, la lengua local de allí, a excepción de un reducido número de palabras. En esencia era un mundo de luz, sencillez y libertad. Risele se convirtió en mi hermana del alma, llegó un momento en que yo no podía concebir la vida sin ella; pero llegó el 12 de octubre de 1968 y tuvimos que separarnos. Mientras el país entero, en medio del caos, celebraba bullicioso y alborotado el gran acontecimiento de su independencia, nosotras llorábamos abrazadas, jurábamos que no lograrían separarnos e ideábamos planes, que afortunadamente no pudimos poner en práctica, para huir juntas a la selva donde no nos encontrarían nuestras familias.

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Ha pasado mucho tiempo. Hoy, las dos niñas que fuimos se siguen comunicando en la distancia a través de Internet. Las dos somos ya abuelas. Ella sigue viviendo en Malabo, la capital de Bioko –así se llaman desde el 68– y cuando me escribe o hablamos por 'Skype' me pone al día de cómo andan las cosas por allá. Yo le cuento lo que ocurre aquí, en la Península –que así la seguimos llamando entre nosotras–. Siento una gran emoción, después de tantísimos años pronto nos volveremos a ver. Ha prometido hacerme una visita cuando vaya a Madrid, donde ahora estudian sus nietos.

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