Habitación 502
ISABEL G. FIESTAS
Domingo, 21 de agosto 2022, 00:09
Rosa da el último trago a su café, bien cargado. Mira el reloj y sale al pasillo. Es la hora de hacer la ronda nocturna ... de la quinta planta del hospital donde trabaja como enfermera. Sabe que, si la noche es tranquila, pasará un buen rato en la habitación 502. Tomará la mano de Herminia. Has venido, le dirá la anciana, y la mirará fijamente con sus grandes ojos color de miel, abiertos como ventanas. Durante el día permanece con ellos cerrados, como si durmiera. Rosa sabe que no duerme. Simula el sueño para evitar las preguntas de los familiares de su compañera de habitación: «¿No viene nadie a verla, doña Herminia?». «Y usted, ¿paga sus impuestos?», le dan ganas de contestar a Herminia. No soporta que nadie indague en su vida ni le pregunte inconveniencias.
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Herminia es una mujer fuerte en apariencia. Herminia es una mujer débil en realidad. Herminia no se ha permitido nunca mostrar su fragilidad.
El día que llegó al hospital, por su propio pie, la empleada que anotaba sus datos le pidió el teléfono de alguna persona de contacto. «Ninguno ‒contestó Herminia, firme y tajante‒. Para morirse una, no necesita a nadie, ya se muere sola».
A los dos días de su ingreso, Rosa tuvo turno de noche. Cuando entró por primera vez en la habitación 502, no le resultó indiferente que la mirada de Herminia, huidiza y desvalida, se tornara dura e incisiva al notar su presencia. Clavó sus ojos, como cuchillos, en los de la enfermera.
–¿Necesita algo? –preguntó Rosa.
–Morirme –contestó Herminia.
La noche siguiente Rosa entró en la habitación de la anciana, colocó una silla junto a su cama y se sentó. La mano de Herminia, huesuda y azulada por las marcadas venas que amenazaban con estallar, temblaba. Rosa, sin decir nada, la tomó entre las suyas. Una cascada de lágrimas contenidas ocupó cada uno de los surcos que la vida había dejado en el rostro de Herminia. No movió un músculo de su cara. No cambió la expresión. Era el llanto insonoro y profundo surgido de las entrañas de la soledad. Era el llanto involuntario de quien no espera consuelo.
Herminia no tiene familia. Huérfana desde muy pequeña, fue criada por su abuela, quien murió cuando ella tenía veintidós años. Poco después, Herminia decidió ser madre. Tuvo una hija, Violeta, que murió a los veinte años en un trágico accidente de tráfico. Desde entonces ha estado sola. Revestida con una coraza de incomunicación y aislamiento, ha dejado transcurrir su vida.
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Después de una semana, Rosa ha aprendido que el contacto físico es la llave que abre la puerta de las emociones de la anciana. Por eso, cada noche, como un ritual, se sienta a su lado y toma su mano. Herminia ha pasado más de la mitad de su vida sin abrazos, sin besos, sin caricias. Sin el cálido aliento de la proximidad.
Después de una semana, Herminia ha aprendido que las manos de Rosa le hacen bien. No es necesario que ella relate nada de su vida –nunca le gustó contar penas–. No es necesario que le diga cómo se siente. No es necesario que desnude su alma, llena de temor y pudores. Solo aprieta su mano y la mira a los ojos. Rosa sabe lo que le está pidiendo y, simplemente, se lo da.
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