Relato de verano

Guantes de cuero negro

Isabel María Martos Rozas

Lunes, 25 de agosto 2025, 22:34

Cuando regresó del sepelio, se inclinó sobre el brocal del pozo y volcó hacia lo oscuro un suspiro enjuto como enjuto era su cuerpo de ... mujer gastada. Luego, cruzó la placeta hacia el caserón severo y regresó con unos guantes de cuero negro que se estrellaron contra el fondo sediento. El vientre sombrío de la tierra devolvió el eco de un golpe áspero y frío como el aliento de amargura de aquellas tierras resignadas a los años de sequía.

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Los pocos libros, los muchos documentos de propiedad, las cajas de puros, el brandi, las botas de espuelas, los zapatos del casino... Todo fue cayendo al aljibe estéril que sólo era un nombre sin recuerdos de frescura.

El sombreo de ala ancha, los cajones que guardaron su ropa, los espejos que alimentaron su orgullo de hombre, las reliquias de sus victorias y los despojos de sus miserias se atropellaron en el mismo desconcierto buscando acomodo en la inesperada negrura.

Con un crujido de huesos rotos se quebró la cama donde lo había sorprendido la muerte después de una cena pantagruélica y de otros excesos que a ella habían dejado de importarle mucho antes de que se le malograra la risa y se le desorientaran las lágrimas. A la silla donde, a pesar de los pesares, había velado con respeto el cadáver, le siguió la fusta de doma, la escopeta de caza, los aperos de labranza, las orzas, los cubiertos de plata y las porcelanas de Limoges.

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Corrieron la misma suerte el traje de novia, los camisones de lino, los ajuares bordados con hilos de plata y agujas de oro, los armarios ebrios de lavanda y alcanfor. Las fotos, el sillón donde él leía el periódico, la máquina en la que ella le cosía las camisas, los cuchillos de cocina…

Cuando hubo colmado el vientre ávido de naufragios con todos los desengaños y todas las amarguras que podía recordar, se despojó del luto, lo estampó contra el túmulo luctuoso y cegó el pozo con piedras de cal. Fue entonces que una brisa cómplice arropó la blancura de la piel redimida mientras la tierra tosca de la placeta acariciaba las plantas de sus pies descalzos. Nunca los había sentido tan vivos, tan sabiendo su camino, que era ese instante el del caserón eviscerado. Pero cuando cruzó el umbral, las estancias no estaban vacías. Su cuerpo no estaba desnudo.

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Los otros recuerdos de la mujer gastada –sarmientos secos como escarzos– se apilaron frente a sus ojos de uno en uno y pronto de ciento en ciento. Las alacenas quedaron vacías. La sangre se le tornó cristalina como el agua de un manantial y entre los dedos resueltos de la recién nacida centelleó brevemente un fósforo.

Las llamas crepitaron alimentadas por los rastrojos de días sin fruto, de horas sin mieses, por las esperas trémulas tras las ventanas sin luz.

El olor a podrido se esparcía como una niebla turbia infectada por las pavesas del miedo y compactada por las cenizas de los escasos afectos y las demasiadas mentiras.

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Con la mirada confiada y el paso seguro, la mujer dejó atrás la humareda y atravesó la calle Mayor del pueblo como una venus digna de piel ajada. Marchita, noble, poderosa. Su hermosa melena gris, sin peinetas ni horquillas, se derramaba libre y rotunda sobre su espalda como única prenda.

Hay quien dice que algunos gritaron «Ahí va la loca». Otros se descubrieron ante ella en un gesto modesto de respeto.

Hay quien dice que vieron surgir de sus hombros lirios blancos; otros, que fueron alas o las escamas plateadas de un pez.

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Cuando se internó en los campos, lloró de agradecimiento por primera vez junto a los acantos, bajo las moreras, mientras escuchaba las aguas someras del arroyo que lleva al río; mientras deslizaba sus pies descalzos entre las prímulas y los jacintos de agua; mientras la tarde respiraba con ella, por ella, a través de ella.

Se arrojó al río y nadó hacia la otra orilla, una orilla sin pozos ni guantes de cuero negro.

Hay quien dice que allí se quedó dormida y que cada primavera despierta en los lirios blancos de la ribera.

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