Globalización
Isadu Santos
Viernes, 22 de agosto 2025, 23:19
Aquel hermoso día, tras desayunar con su encantadora familia, Raymond salió de su casa en Las Vegas y tomó la autopista del norte hacia su ... puesto de trabajo. Veinte minutos más tarde estaba sentado frente a su ordenador manejando un avión teledirigido MQ–9 Reaper, que había hecho despegar desde el aeropuerto de Kabul, y cuarenta minutos después posó su dedo índice sobre una tecla roja. En ese preciso instante un racimo de bombas se precipitó sobre una mísera aldea al norte de Irak, y unos segundos después la media docena de casuchas y la mayoría de sus habitantes saltaron por los aires reventados. Dos niños que jugaban a las afueras de la aldea miraron hacia las que habían sido sus casas sin comprender su desaparición. Todo su mundo se había volatilizado, todo lo que daba consistencia a sus vidas había dejado de existir.
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Tras esta operación, Raymond recibió la orden de suspender los bombardeos y quedar a la espera de nuevas órdenes. Sin nada mejor que hacer entretuvo su tiempo buscando lo último en pornografía asiática mientras hacía hora hasta el comienzo del partido de Rugby. Tras ver el partido se fue a comer a un 'drive-thru', uno de esos restaurantes donde no es necesario bajar del coche para comer. A la voz invisible que le dio la bienvenida y le preguntó qué deseaba comer, le pidió una hamburguesa doble con patatas y una Coca Cola. Raymond adivinó por el acento que lo atendía una chica filipina, con un tono de voz muy diferente al de las chicas indias que le saludaban en otras ocasiones. La mujer filipina que le atendió desde Manila envió la comanda, de vuelta, a la cocina del 'drive-thru' en el que se encontraba Raymond, y dos minutos después tuvo en su coche la hamburguesa solicitada. Raymond estaba contento con su trabajo, le apasionaba, le otorgaba sensación de poder, y además le reportaba cien mil dólares al año. Lo que no sabía Raymond, ni le importaba, era que la chica filipina que le atendió desde Manila tenía seis hijos que mantener y un salario de ciento veinte dólares al mes.
A la tarde, Raymond acudió puntual a sus clases de yoga impartidas por el gran maestro Shilla, recién llegado desde Calcuta, y antes de regresar a casa se pasó por la bolera a compartir unas partidas y unas cervezas con los amigos.
De vuelta al hogar le abrió la puerta la doncella nicaragüense «sin papeles», que llevaba cuatro años atendiendo a su familia y cuidando de sus hijos, mientras los suyos propios, los cinco hijos de María «La sin papeles», vivían con los abuelos en Managua con los trescientos dólares que ella les enviaba.
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Mientras Raymond esperaba la cena pidió una cerveza a la doncella y conectó el televisor para ver los informativos.
–…Veinticuatro fallecidos en el norte de Afganistán por el bombardeo de un avión MQ–9 Reaper teledirigido desde EE UU. Un lamentable error referente al objetivo ha causado la muerte de todos los habitantes de una pequeña aldea, con la excepción de dos niños que, afortunadamente, se encontraban jugando a las afueras del caserío. Estos inevitables daños colaterales…
Raymond dejó de prestar atención al televisor para compartir una excelente cena con su mujer y sus hijos. Se sentía orgulloso de su país y de su familia, era un hombre satisfecho y feliz. Pero de repente, tan sorpresivamente como una bomba que se te cayera encima sin saber de dónde viene ni el porqué, otra noticia acaparó toda su atención. Al oír Lehman Brothers saltó del asiento como lanzado por un resorte y se precipitó junto al televisor centrando toda su atención sobre aquella noticia:
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–La caída de Lehman Brothers arrastra a la ruina a miles de ahorradores…
A Raymond, aquella noticia lo sobrecogió. La expresión de su rostro, desencajado, delataba la tragedia que se le venía encima. Raymond tenía todos sus ahorros en aquel banco, y sus quinientos mil dólares se habían volatilizado, se habían volatilizado al igual que aquella aldea de Afganistán que saltó por los aires cuando él presionó el botón rojo de su mesa de mandos, pero de esto, Raymond, ni tan siquiera se acordaba ya.
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