La gaviota
eduardo cano mazuecos
Sábado, 23 de julio 2022, 00:53
Llevo más de dos años buscando un restaurante donde sirvan carne de gaviota como plato de comida. He recorrido casi toda la geografía española, llamado ... a cientos de mesones, bares, etc., e incluso en la vecinas Portugal y Francia he intentado también encontrar este plato de comida, pero todo en vano.
Publicidad
Ha sido por casualidad en Argelia, con motivo de un viaje de negocios, donde he encontrado un hotel, justo en el que me hospedo, en el cual sirven esta carne, en diferentes formas y sabores.
Me dispongo a comer solo, ninguno de los directivos de la empresa argelina con los que he firmado el acuerdo para distribuir gas en nuestro país ha querido acompañarme; aduciendo otros compromisos, dejaron para la noche esa cena oficial.
En la carta del restaurante del hotel puedo leer: gaviota asada con verduras al vapor, gaviota con cuscús, o estofado de gaviota.
Me decanto por la primera, creo que el sabor natural del ave se va a perder menos, frente a los otros dos que estarán más condimentados.
Tardan bastante en servirme, debe ser que en el mundo árabe las cosas se hacen con más calma, frente al mundo occidental, donde todo va más deprisa, incluida la comida.
Estoy nervioso, bastante nervioso e inquieto, por el hecho de degustar la carne de esta ave marina. Necesito paladearla lentamente dejando que el olor y el sabor penetren en mis sentidos. Al terminar el plato mi cara ha palidecido, no porque el sabor fuese desagradable, sino porque no era lo que yo esperaba.
Entonces ya solo me queda hacer una cosa. Me levanto y subo a la habitación donde me alojo, es una de las más lujosas del hotel, abro una maleta y saco de uno de los bolsillos una pequeña pistola, le quito el seguro y me disparo un tiro sobre mi sien.
Publicidad
Dos años antes
Viajábamos los dos en una avioneta que habíamos alquilado en Salvador de Bahía, Brasil. Mi amigo tenía el título de piloto desde hacia más de cinco años, y nos disponíamos a sobrevolar el río Amazonas y su selva. El tiempo acompañaba, así que podíamos ver perfectamente las copas de los árboles y los meandros que hacía el río.
De pronto la avioneta comenzó a hacer vaivenes, como si hubiese entrado en una tormenta de rayos y truenos, aunque no era posible pues el cielo se encontraba despejado. Subimos un poco en altura, por si habíamos cogido alguna ráfaga de viento, pero nada, el traqueteo en el interior era aún mayor. Comprobamos que no era problema de habernos quedado sin combustible, la aguja del depósito marcaba la mitad. Nos dimos cuenta entonces de que uno de los motores echaba humo, no se veía el fuego, pero sí humo.
Publicidad
Decidimos descender y buscar una explanada donde poder aterrizar, pero por el momento no veíamos ninguna, todo era espesura de árboles y matorral alto. Intentamos mantener el equilibro del aparato, pero este tendía a declinar el morro hacia el suelo.
Pedimos ayuda por radio, aunque no sabíamos en qué zona del Amazonas nos encontrábamos. Dimos unas coordenadas al aeropuerto más cercano, pero tampoco acertamos a saber si eran las correctas.
Vimos entonces un espacio limpio entre toda la selva y nos dispusimos a tomar tierra. No sabíamos si era lo suficientemente grande como para no chocar con ningún árbol, pero teníamos que arriesgarnos. La avioneta se movía ahora con más intensidad, sobre todo cuando las ruedas se posaron en los verdes matojos. No había modo de frenarla y acabamos arrasando un montón de ramas y arbustos.
Publicidad
No sé cuánto tiempo había estado inconsciente desde que nos estrellamos, pero por la posición del sol al menos habían sido cuatro horas y media o cinco. Me dolía bastante la cabeza, me palpé por si tenía sangre proveniente de alguna herida, rápidamente comprobé que no, ese dolor era del fuerte impacto.
Mi amigo y compañero de viaje no estaba a mi lado, ni tampoco lo divisaba en el radio perimetral que alcanzaban mis ojos. Me levanté con cierta torpeza, alejándome de los restos de la avioneta y gritando su nombre. Nadie respondía, el silencio en la selva amazónica era total.
Publicidad
De pronto unas figuras humanas aparecieron entre la maleza. Llevaban la cara pintada, el pelo con una media melena y un trozo, de lo que parecía un hueso, atravesando la nariz. También portaban lanzas y flechas.
Por señas les pregunté por mi amigo, si habían visto a otro hombre de una estatura similar a la mía, y un poco más gordo que yo. Ellos moviendo las manos me invitaron a seguirles, pero yo les hice entender que tenía que encontrar primero a mi compañero.
Noticia Patrocinada
Removí la maleza con las manos y los pies por si se encontraba oculto, peor nada, ni rastro. Pensé que estos indígenas a lo mejor ya habían hallado antes a mi amigo, al querer que les siguiera hasta su poblado. Dudé qué hacer, si acompañarlos o seguir buscando. Finalmente opté por lo primero.
Su poblado era pequeño, con casas hechas de ramas de árboles, y no estaría habitado por más de cien aborígenes. Un lago, donde se podían ver dos o tres gaviotas bebiendo, les servía para abastecerse de agua.
Publicidad
Yo les seguía preguntando, e incluso les mostré una foto en la que salíamos los dos, pero no decían nada, a lo sumo movían la cabeza en sentido de negación.
Se disponían a comer, lo que parecía una carne que previamente habían cocinado en el fuego. Me ofrecieron, pero en un principio estuve reticente, pues no sabía de qué animal podía proceder. Ellos me señalaban a las gaviotas, como queriendo decir que era su carne. Es cierto que tenía hambre, pues lo último que tomé junto a mi amigo fue un paupérrimo desayuno antes de subirnos a la avioneta. La probé, no sin cierto asco al principio, aunque luego he de reconocer que su sabor no era tan desagradable.
Estuve una semana con la tribu del Amazonas, comiendo sobre todo gaviota y frutos de la selva. Mi amigo no apareció, aunque lo busqué insistentemente durante ese tiempo. Acabé siendo rescatado por unos antropólogos que con una expedición investigaban las etnias más recónditas del Brasil.
Suscríbete durante los 3 primeros meses por 1 €
¿Ya eres suscriptor? Inicia sesión