Flores mágicas
manuela moriana moles
Viernes, 19 de agosto 2022, 00:21
La rosa de Jericó resucita cuando entra en contacto con el agua. Como un útero mágico y ambulante, seca y plegada sobre sí misma, consecuencia ... del rudo clima del desierto, se desplaza ayudada por el viento a lo largo de kilómetros, hasta encontrar un lugar más amable.
Publicidad
Recuerdo un día de mayo de 1978. La imagen de un grupo de colegiales de excursión, que cruzaba alegre la 'rue de Rivoli' y dejaba a su paso gran algarabía y olor a colonia con base de cítricos, permanece casi intacta en mi memoria.
Yo era una de esas colegialas que reía ajena a lo que pasaba en ese momento en otro lado de la ciudad. A la misma hora, en el aeropuerto parisiense de Orly, un intenso tiroteo sobre los pasajeros que esperaban el vuelo a Tel Aviv terminó con la vida de varias personas.
Cuando volví a la escuela, la directora dijo que mi madre no podía venir a recogerme y que ella misma me llevaría a casa. Comprendí que algo no iba bien, aunque Doña Charlotte no abrió la boca en todo el trayecto. Mis miedos me sacudieron con fuerza al llegar, al ver a un corrillo de vecinos en el rellano de mi piso y ni rastro de mi madre.
–Ven aquí, Amelie ―dijo la vecina de abajo.
–¡No! –exclamé yo, que no quería oír lo que esa señora me iba a contar; que no quería que esas palabras, a punto de pronunciar, salieran de su boca.
Pero, a pesar de mi resistencia, me llevó dentro del apartamento y allí me explicó, mientras yo me tapaba los oídos con fuerza, que mi padre recibió un disparo de un hombre malo, cuando estaba realizando su trabajo y que se había ido al cielo.
Publicidad
Poco después del suceso, mi madre y yo nos mudamos al domicilio de mi abuela, porque mamá apenas podía cuidar de sí misma.
*******
La abuela Roseline era una mujer delgada y de vivos ojos a los que nada se le escapaban. Vivía en el distrito XIII de París, una zona donde predominaban el hormigón sobre los árboles y los ruidos sobre la tranquilidad.
Nos instalamos en su casa y comenzamos una nueva vida, sobre la que se iban construyendo nuevos recuerdos, que ya no me olerían a cítricos, sino a tristeza. Tristeza al recordar a mi padre, tristeza al ver a mi madre que, en aquellos días, sentía ausente. Ya no me llevaba al cine, ni me preguntaba por el colegio, porque tomaba pastillas de esas que tapan el dolor del alma y producen sueño.
Publicidad
Mi abuela, que se daba cuenta de todo, solía decirme: «Es que se ha cansado de vivir». Mi abuela era de pocas palabras. Un día añadió:
–¿Conoces la rosa de Jericó?
–No –contesté con extrañeza.
Entonces, ella me contó cómo esas flores se desarraigaban de la tierra y formaban una bolita seca cuando no podían vivir por falta de agua, y cómo se desplazaban y resurgían cuando llegaban a un lugar adecuado.
Pasaba el tiempo y la tristeza seguía campando a sus anchas por mi nuevo hogar, aunque me iba acostumbrando y ya no dolía tanto. Desde la ventana de mi habitación, en un tercer piso escarbado en un bloque de hormigón de los que arañan el cielo, podía observar la luna y un trocito de una orilla del Sena. También podía ver florecer a su antojo, en un solar, las amapolas y los jaramagos, y escuchar el corazón de la ciudad que trasnochaba y madrugaba y se vestía de múltiples colores.
Publicidad
Empecé a ver que la vida era bonita y a ser feliz a escondidas, porque me daba vergüenza.
Un día, mi abuela, que veía dentro de las almas, me dijo:
–Que tu madre siga seca y plegada sobre sí misma no significa que tú no puedas sentir el pulso de la vida. Cada flor se abre en su momento.
Después de escuchar esas palabras, me di permiso para ser feliz. Mi abuela era una mujer muy sabia.
Pasaron los años y, un día, mi madre dejó de vagar como estopa seca, y de su interior brotó de nuevo la vida. Fueron unos años dulces en los que todos fuimos sumando recuerdos al álbum de nuestras propias existencias.
Publicidad
Un día, mi abuela dijo que ya era muy mayor y que el cuerpo le pedía tierra, pero que no estuviéramos afligidas llegado el momento, porque la muerte era parte de la vida y ella había vivido muchos años.
–¡No digas eso, abuela! –la espeté, con una mezcla de dolor y enfado.
–La vida sigue su curso, y yo soy parte de la vida. Recuerda, Amelie, la vida siempre se abre camino a pesar de todo y de todos, porque, por mucha fealdad que pueda haber en el mundo, la belleza siempre encuentra la vía de la supervivencia. Yo estoy en paz, porque creo que he puesto una gota de belleza en este mundo, como contribución por haberme permitido habitar en él y disfrutarlo.
Noticia Patrocinada
Unos meses después, la abuela se fue a dormir y se murió. La abuela siempre hacía lo que le daba la gana.
********
Hoy hay una guerra fuera de nuestras fronteras y un ejército ha bombardeado una maternidad. Entre las imágenes de los informativos, me quedo con la de un bebé que nace en ese hospital. He pensado en las palabras de mi abuela Roseline meses antes de morir, y en las rosas mágicas de Jericó, y en mi padre, y en el grupo de colegiales que cruzaba la 'rue de Rivoli' mientras dejaban olor a cítricos a su paso. He observado en el recién nacido el pulso y la magia de la vida, y me he dejado conmover por la belleza.
Suscríbete durante los 3 primeros meses por 1 €
¿Ya eres suscriptor? Inicia sesión