Flores frescas sobre tu tumba
Víctor Ayllón
Lunes, 15 de agosto 2022, 23:46
Para ir al cementerio hay que atravesar el pueblo, salir a la nacional y serpentear durante un par de kilómetros entre olivos y almendros por ... una carretera estrecha y mal asfaltada. El camposanto se sitúa en una loma desde la que se divisa la torre de la iglesia. Tú estuviste allí, con madre, reciente la desgracia, pero es imposible que te acuerdes, cuando salimos del pueblo no eras más que un mocoso de cuatro años.
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Desde lo alto también se ve el cortijo de los abuelos y la huerta donde padre cultivaba los tomates. Me imagino que tampoco te acordarás de eso. Papá te montaba en el asiento trasero de la bici, orgulloso. Talló con sus propias manos una sillita de madera y amarró unas gomas para llevarte bien sujeto. Cuando llegaba a la huerta te ponía un sombrerito de paja y te entregaba un almocafre chato para simular que le ayudabas en la escarda. A ti se te abría una sonrisa de oreja a oreja. Me pregunto adónde habrá ido a parar el almocafre y el sombrero. Cada vez que voy al cortijo busco por los rincones, en el cobertizo, en el terrado, en el montón de cachivaches que se apilan debajo de la higuera, pero nada. Algunas cosas parece que se evaporan con el tiempo, o que la memoria te enreda y sucede que solo viven en tus sueños.
Solo nos queda la casa, el cortijo de tejavana donde habitaron varias generaciones de Zarcos, de Migueles esbeltos y de ojos claros, tan azules como el cielo. Tan azules como los tuyos, porque tú eras otro de esos Migueles, aunque nacieras diez años después. Yo sin embargo vine al mundo con esta piel morena y los ojos oscuros de mamá, y padre debió pensar que ponerme Miguel sería como comprarme una chaqueta demasiado ancha. Así que lo guardó para el siguiente. Para ti, su Miguelito.
El olivar y la huerta se vendieron para comprar el piso de la Chana. Mamá ya no soportaba el pueblo, culpaba a todos de la muerte de padre, deseaba poner tierra de por medio. Con la primera palada me lo susurró al oído: «De aquí nos vamos mañana mismo». En aquel momento tuve fuerzas y le respondí que la escopeta solo la había disparado el asesino. Apretó los dientes y me echó una de sus miradas, así que agaché la cabeza y empecé a calcular cuántos días abarcarían ese «mañana mismo».
Me he encontrado la puerta cerrada. Doy una vuelta por los alrededores y le pregunto a una mujer mayor que acarrea un ramo de flores.
–Andrés no tardará en llegar, abre sobre las diez –contesta.
Miro el reloj. Faltan cuatro minutos. Ella se queda en silencio, observándome con descaro. Debe rondar los ochenta.
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–Eres el hijo del Zarco, ¿no? –me pregunta con los ojos entornados.
¿Te lo puedes creer, Miguelito?
–Sí, señora –le digo.
–Has hecho bien en regresar al pueblo, uno debe de estar junto a los suyos, aunque estén muertos.
No me sale nada.
–La tumba está cuidada, tiene flores frescas.
–¿Qué tumba?
–¿Cuál va a ser? La de tu padre y tu hermano. Supongo que es a lo que vienes.
Ha sido una pregunta tonta por mi parte.
–Sí, disculpe, vengo a eso. ¿Y dice que está cuidada?
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–Pensaba que lo sabías.
–Bueno, tal vez mi tía Elvira…
Me hago un lío. He dicho la tía Elvira por decir algo. Me consta que ya no sale de casa, aparte de sus muchos años, el reuma la tiene lastrada. De verdad, Miguel, no tengo la más remota idea de quién puede estar cuidando tu tumba.
El encargado del cementerio aparece de pronto.
–Hoy se te han pegado las sábanas –le reconviene la mujer.
El hombre sonríe sin inmutarse. Saca las llaves y abre el enorme portón. Yo me despido de la señora pero me indica que me acompaña, que vamos al mismo sitio. Subimos por la zona más empinada. Si resbalas puedes caer rodando hasta el enjambre de nichos que se ubica en la parte más baja. Ella sube la cuesta con soltura, como si caminara por el llano, no jadea ni suda como yo.
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–La has dejado atrás, Rafael –me llama por mi nombre–. Es esa –señala con el dedo.
Retrocedo unos pasos y la veo. Efectivamente, está limpia y tiene un ramo de flores frescas.
–A tu tía Elvira la tiene postrada el reuma, no está para estos 'tráites' —apunta.
Pongo cara de circunstancias. Es evidente que sea quien sea nos conoce de sobra.
–Es María –dice.
–¿Qué María?
–María Cabello. Su madre está enterrada al lado. Dice que no le cuesta nada, ya que limpia una…
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Me quedo de piedra. La mujer se da cuenta.
–Para eso estamos los vecinos, ¿no?
–Claro –balbuceo.
Intento despedirme, pero vuelve a la carga.
–Fuisteis novios hace años.
–Solo éramos unos críos –digo, con timidez.
–Ya. Lo que es la vida… María sigue soltera –tuerce el gesto.
Creo que nunca te he hablado de María Cabello, la hija del secretario. Era una chica tímida, de ojos grandes como soles y piel de nata. Estuvimos tonteando durante un tiempo. No recuerdo cuánto. Mi primer beso fue en sus labios, una noche de verano, en el camino del río. Entrelazamos nuestras manos y nos juramos amor eterno. Luego pasó lo que pasó, ya lo sabes.
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–Se ve que no te acuerdas de mí.
Pongo atención. La observo detenidamente. Me suena su cara, pero no consigo traer un nombre a la memoria. Me pasa con frecuencia. Reconozco los rostros, sin embargo, no atino a ponerles nombre.
–Antoñita, la del Sastre —suelta, risueña.
Ahora sí. Antoñita Castillo, la mujer del sastre, la que se tiró al río en un arrebato de celos. En la taberna se decía que el río venía sin agua y solo se mojó las bragas. ¡Qué cosas!
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Oye, Miguelito, ¿tú cómo lo ves? ¿Crees que soy viejo? ¿Crees que un hombre de sesenta y ocho puede empezar de nuevo?
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