Relato de verano

'Fifufifu'

María José Morales Ortega

Martes, 26 de agosto 2025, 23:12

En mi pueblo, y en todos aquellos lugares donde por las tardes sólo se oía la algarabía de los niños jugando, cada familia tenía un ... silbido para reunir a su prole. El de la familia Martínez-Arjona era: 'fifufifu'. El silbador, mi padre. Cuando lo oías, daba igual lo que estuvieras haciendo: había que correr a toda prisa para volver a casa.

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'Fifufifu' podía significar: «Ven a comer, que la mesa está puesta», o «¿Quién ha roto el jarrón de la abuela?». 'Fifufifu' era la autoridad paterna.

Ese día, 'fifufifu' fue el inicio de un punto de inflexión en nuestro hogar. Nada fue igual desde entonces. Jugábamos a trapos, con Diego, mi hermano, y los Pérez, cuando lo escuchamos, corrimos como si no tuviéramos patas.

En el salón nos esperaban mi madre, la abuela, mis tres hermanas, Casimira 'la Chacha' y papá. Mi padre, de pie, sostenía un bulto en los brazos. La tensión se podía cortar con una navaja. Cuando lo dejó en el suelo, a todos nos faltó el resuello.

Era un niño pequeño, escuchimizado, rubio como el sol y tan blanco que parecía enharinado. Nunca olvidaré el rictus de mamá. No dijo nada. Tampoco volvió a hablarle a papá. Así llegó Karol a nuestra vida.

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En ese momento, ni Laura, ni Carmen, ni Antonia, ni Diego ni yo –con 12, 11, 9, 5 y 7 años, respectivamente– entendíamos nada. Pero la tragedia se mascaba en el ambiente. La mirada de nuestro padre lo decía todo: ese niño era uno más de la familia. Y mucho cuidado con no tratarlo así.

Fue Casimira quien, sin mediar palabra, lo acogió entre sus brazos. Le escudriñó el pelo, los sobacos, la entrepierna…, buscando piojos o mugre que quitar, hasta que soltó un: «¡Esú' endito!».

Había reparado, como todos, en los ojos azules del mozalbete. Hasta mamá se impresionó. Karol te miraba con una chispitilla de cielo que te dejaba desarmado.

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Fue la comidilla del pueblo. Aunque a nadie le sorprendió, hacía tiempo que circulaban los rumores: con la recogida de la aceituna, llegaron unos jornaleros extranjeros. Terminada la faena, todos se marcharon menos ella, una mujer eslovena, que más adelante dio a luz a un niño. Por esa época, coincidió que Manuel –mi padre– empezó a quedarse casi siempre en la hacienda. Recuerdo muy bien cómo madre fue perdiendo el color de las mejillas y su amor propio.

Cuentan que el día del cataclismo familiar, la extranjera se fue como vino, dejando al crío. A mamá no le quedó más que tragar y callar. Y calló y tragó como sólo lo hacían las mujeres de antes. En su interior, no pudo evitar desearle lo peor al bastardo. Y nosotros, sus hijos, también. Deseos vanos, que se fueron deshaciendo a medida que Karol nos conquistaba.

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De entre todos, me eligió a mí. No pude, ni quise, hacer nada para que me dejara en paz. Era como un perrillo: me seguía a todas partes. Yo tenía un secreto que sólo Casimira conocía, me daba tanto miedo la oscuridad que por las noches mojaba la cama. Luego, ella, todas las mañanas cambiaba las sábanas, sin decir una palabra a nadie. A Karol le pusieron la cuna en su cuarto, pero nunca durmió allí. Por la noche, como un fugitivo, se arrastraba hasta mi cama y dormía conmigo. No volví a mojarla. Tenerlo era como atesorar un trozo de alba.

Mis hermanas suspiraban por el chiquillo. A cada rato lo disfrazaban de angelote y lo paseaban por la casa entre risas y alegría. La abuela le daba azucarillos a escondidas, y cuando nadie la veía, los besucos que le propinaba se escuchaban como ecos por todos los rincones. Papá lo adoraba sin disimulo. Mamá procuraba no mirarlo a los ojos. Ese azul se le metía en el alma y, muy a su pesar, se arrebolaba, sin poder apartar la mirada de él.

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Por desgracia, todo se torció… Ese día, me siguió como de costumbre. Había quedado con la pandilla para lanzar chinas al río. Cuando llegamos, los niños comenzaron a chincharlo:

–¡Bastardo, bastardo...! –le gritaban.

Antes de que volaran las piedras, lo cogí de la mano y tiré de él para que corriera.

No pude evitar que una le diera en la cabeza. El batacazo fue tremendo: se quedó apalancado en el suelo, con los ojos cerrados. Me entró un miedo terrible de que se le apagaran. Lo cogí en brazos y troté como si no hubiera un mañana. En casa, se podía leer la angustia en todos los rostros. Mamá se retorcía las manos, mientras la abuela lo curaba. Para más tranquilidad, vino el médico y, calmando los ánimos, diagnosticó:

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–Cosas de chiquillos…

Pero a raíz de ese suceso, Karol no volvió a ser el mismo. Estaba más torpe, se caía con frecuencia. Un día le faltaba el habla, otro le costaba tragar. Como si la pedrada hubiera despertado una enfermedad dormida. Pasado un año, casi no podía moverse. Dormía en el dormitorio de mis padres. Mamá lo cuidaba noche y día. Y ahora era yo quien se escurría como una serpiente para quedar dormido a los pies de su cama.

Cuando abría los ojos, se encendía el sol.

Fueron muchas las idas y venidas a la capital. El hospital se convirtió en la segunda casa de Karol. Le diagnosticaron un trastorno degenerativo. No nos decían mucho, pero sabíamos que la vida se le escapaba.

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Otro de esos días..., el peor. El 'fifufifu' tronó en el aire como una espada. Nunca más vimos el azul en los ojos de nuestro angelote. Todos nos sentimos culpables por no haberlo amado desde el principio. Mamá lloraba abrazada a un hombre totalmente destrozado. Aún sin hablarle, pero ya porque las palabras se habían convertido en lágrimas.

Desde ese instante, a pesar de los años que han pasado, cuando me parece escuchar un silbido, me sorprendo girando la cabeza esperando ver a Karol trotando detrás de mí. Y siempre se me parte el corazón.

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