Rocío Molina interpreta 'Caída del cielo'. IDEAL
Crítica

El cielo se derrumba alrededor de Rocío Molina

Jorge Fernández

Sábado, 29 de junio 2024, 00:50

Para el baile, para el arte en general, es necesario tener un lenguaje propio, que sea reconocible entre mil y cree expectación. La bailaora malagueña ... Rocío Molina no solo tiene un mundo claro y distinto, sino que lo transforma a cada paso, como el camino de Machado. Su búsqueda es continua. Rompe con todo, incluso con lo que ella acaba de crear. Por eso, cada uno de sus espectáculos es distinto, aunque el concepto sea el mismo. Con una buena dosis de improvisación, Rocío convierte su obra en una performance, en la efímera instalación del artista plástico, que nace para ser destruida, no para ser olvidada. Así, la bailaora se deja sorprender por sus versátiles músicos (véanse los créditos), con los que interactúa continuamente; por el ambiente; por el desarrollo de la función; y por su estado personal.

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Estrenada en 2016, en el Teatro Nacional de Chaillot de París, 'Caída del cielo', el espectáculo que pudimos ver el jueves en el Teatro Isabel la Católica, dentro de la programación del Festival Internacional de Música y Danza, es una obra rompedora, pero también reivindicativa. Las 'provocaciones' de la malagueña gozan de ese atractivo somático que otros artistas no consiguen. Y, sin embargo, es tremendamente respetuosa con la tradición, con el baile ancestral que se desprende de su envoltura.

Ya no es raro ver a un flamenco con batería, guitarra eléctrica o apoyo electrónico, como también es común ver a un bailaor cambiarse en el escenario. Lo que choca es que lo eléctrico componga el andamiaje en que se sustenta una obra, quizás demasiado larga, y el desnudo integral de la artista (eso sí, hábilmente cubierta con las manos, como la Venus de Botticelli).

Como una declaración de intenciones, suena en un primer momento, el poema 'Vuelta de paseo', de Lorca, musicado por Morente en 'Omega', y su rotundo: 'Asesinado por el cielo'. Ella, descalza, con una cola blanca, como una sirena o ese ángel caído que no comprende; bailando muelle el silencio; jugando con el suelo; creando una expectación de toses y crujir de asientos. Hasta que se despoja de la bata y se viste con pantalón ceñido y torera para bailar tonás y pregones y trilleras y fandangos a pelo, con sus maneras rabiosas, con la batería de fondo y una caída final, de rodillas, totalmente simbólica.

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Otra vuelta de tuerca nos espera cuando ella y sus músicos comen chuches crujientes a boca de escenario y le plantan un 'paquete' en el bajovientre de la artista, que baila por farrucas, orgullosa de su 'miembro viril', en una pieza llena de comicidad y cargada ironía. Muy aplaudida también fue su danza con el bordón, antes de pasar a la delicada sensualidad de una suerte de guajira que desemboca en los eléctricos compases de 'La leyenda del tiempo' versión Camarón. Con falda de plástico e impregnada en chocolate, deja rastro, como un caracol, proyectado en el fondo, desde una toma cenital (estupendo paralelismo). Con intención, hace que uno de sus músicos le lave y le seque los pies edulcorados, para calzarse tacones y continuar un baile, que pasa a ser una soleá muy muy canastera, rematada como un rock por bulerías y una impagable escobilla con bajo eléctrico. La soleá deriva en rumbas, lanzando flores y bailando por el patio de butacas, enardeciendo a la gente, que lleva el alegre compás. Nunca había visto una ovación tan grande y tan prolongada con la que Rocío Molina desgarró el cielo.

Como dato curioso, una luna proyectada en el fondo de la escena, se comportaba al revés, después de menguante aparece plena y tras la luna llena viene la creciente.

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