Orquesta, amor, noche. Primera velada de la Orquesta de París en el Festival de Granada y en sus atriles ese amor borroso que dormita en ... la 'Noche Transfigurada', obra de Shoenberg con la que los franceses hendieron nuestro silencio crepuscular, cuando junio casi nos decía adiós.
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Un espectáculo ver a Kalus Mäkelä dirigir. Entregado desde las dos diéresis de su apellido hasta sus dos charoles de su ballet sobre el podio. Porque, con su batuta enhiesta, en él todo es sentimiento y expresividad. Cuando abrió la noche de Arnold su cuerpo juncal y juvenil fue pidiendo a las violas y a los contrabajos, como hogaño situados a su derecha, que fuesen describiendo conversaciones iluminadas por la luna, que se convirtiesen en las sordinas de aquel paseo de confesiones inconfesables, descritas por el argumento… Yo tengo el corazón dividido y no sé si me gusta más la versión original para sexteto, con su sobriedad y su cercanía, que esta orquestación en la que se fuerza para que una Philharmonie suene como conjunto de cuerda, emergiendo a veces una sensación cinematografía.
Luego, con Mahler, todo fue perfección sonora, ligeramente descompensada por las trompas, a veces más protagonistas que el resto. Pero sin inmutarse por la caída de cosas desde el piso de arriba. El concertino dueño de la noche, cada familia de instrumentos con su minuto de gloria. El arpa fue la elegancia vienesa mientras la orquesta francesa bordaba en ese parpadeo incesante que es Mahler: Noche en la que el Danubio pasó por París.
Un acierto el hacer aparecer a la soprano Chhistiane Karg allá arriba, en el piso alto del patio peristilado. De esta forma no tuvo que hacer de estatua cariacontecida durante las tres primeras partes, como suele ocurrir, o romper la ilación con la cuarta, cuando sale a escena. Pero fatalmente iluminada, plana de foco, escamoteada entre mobiliario feo y cautiva entre un par de duras y negras sombras jónicas. A veces el Festival descuida la presentación, en cuyo afán debe esmerarse tanto como en el sonido.
Ella cantó de forma elegante y correcta, sin la suma perfección de otras divas míticas, que hicieron de esta pieza su mejor joya sonora, pero matizando las oleadas de melodía y aportando peculiar dulzura a las notas escritas por Mahler, tan experto en estos registros de la voz de mujer.
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Desde el balcón una soprano menuda de garbo, sobria de voz y titilante en el atuendo. Abajo una orquesta parisina, que eternamente se mece, repitiendo sones de pandereta, como si la fiesta continuase allá lejos, en una imaginada verbena vienesa. Y en todo el palacio de Carlos V ese diminuto final de la cuarta de Mahler, cuando el silencio también se hace música, música no escrita, pentagrama sin corcheas, quintaesencia de la noche, la reina coronada con las mejores joyas posibles.
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