Festival de Música y Danza de Granada
Europa canta desde el interior de un pianoAnte el nivel de perfección que están adquiriendo los grandes pianistas, Trifonov entre ellos, uno se pregunta si lo que importa es lo esencial o lo episódico
Desde la Rusia de Tchaikovski hasta la Francia de Ravel, pasando por la Alemania de Schumann y el pequeño Salzburgo de Mozart, todo cupo en ... el piano de Daniil Trifonov, la calurosísima noche del martes, día que, no en vano, está dedicado al dios rojo y candente. Ese calor contra el que luchó el intérprete: toalla ansiada entre pieza y pieza para secarse el sudor de la cara, y que siempre es un peligro para las cuerdas del piano, pues las dilata un ardite y las desafina una pizca.
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Ante el nivel de perfección que están adquiriendo los grandes pianistas, Trifonov entre ellos, uno se pregunta si lo que importa es lo esencial o lo episódico. Antes eran unos pocos y podíamos distinguir entre Rubinstein y Horowitz, entre Larrocha y Sabater. Hoy son decenas los pianistas que se apiñan en esos primeros puestos de excelencia y es un problema. Dejando a un lado menudencias interpretativas, que supuestamente sólo son captadas por el expertísimo oyente, y que tienen mucho de pose y no poco de fingimiento, el público en general, ese en el que me incluyo, ese que llenó el martes el palacio de Carlos V, en cada concierto aprecia tanto la música bien hecha, ese éter liviano y fugaz que llega al corazón, como la forma de ejecutarla, ese cuerpo amorrado sobre el teclado que representa a toda la cultura humana concentrada en unos trémulos dedos.
Trifonov, con su desaliño capilar y su arrugada camisa, una vez más invita al contraste, como ocurrió con esa otra pianista, en este mismo escenario días pasados, que confrontó su aparente fragilidad con la rotunda presencia de esa góndola sin Rialto, ese azabache sin Compostela, al que llamamos piano de cola. El joven pianista ruso balancea quedamente su torso con la faceta más infantil de Tchaikovsky, aletea su increíble digitación con el extrovertido Schumann, sugiere un salón rococó con la fantasía de Mozart y pinta una noche impresionista con el Gaspar de Ravel. Imposible encontrarle máculas. Por eso uno se deja llevar por la enorme belleza del contenido musical de la noche, pero sin olvidar que parte del placer del que presencia yace también en el contraste con lo accesorio: frente a piezas de maestría indudable y frecuencia en el repertorio, un pianista de aspecto algo desgarbado, giboso para las cadencias más delicadas, escuetísimo en el saludo, casi huyendo del escenario, puede que por miedo escénico puede que su enorme sufrimiento al tener que tocar en una noche tan tórrida procediendo de aquella fría Rusia.
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