Extravíos
Rafael Ruiz Pleguezuelos
Miércoles, 20 de agosto 2025, 23:26
Nunca he sabido demasiado bien por qué me instalé en Altomira. No tengo familia en el barrio, ni recuerdos, ni vínculo alguno con sus calles ... empinadas o con esa forma de decadencia que parece propia de los lugares que un día fueron modernos. Supongo que fue el destino, que es lo que decimos cuando no tenemos explicación para lo que nos pasa, o una especie de debilidad inexplicable hacia los portales que conservan su nombre escrito en azulejo y la suciedad del día a día en los cristales de la escalera.
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Lo cierto es que alquilé el piso del tercero B–1 sin saber que allí arriba comenzaría a desdibujarse algo tan aparentemente sólido como el orden de las plantas. Al llegar ya me llamó la atención la denominación de los pisos: A, B, A–1, B–1. ¿Por qué no A, B, C, D?
Los primeros días no noté nada extraño. Mi vida transcurría con la normalidad vacía del recién mudado, saludaba a los vecinos (pocos, discretos) y me detenía un instante en el rellano, junto al alféizar donde una señora de manos estrechas y huesudas como sarmientos mantenía una maceta de geranios con más ganas de secarse que de florecer. Pero fue un domingo por la tarde –llovía de forma imprecisa, como si alguien hubiera dejado mal cerrado el cielo– cuando, al volver de la que había hecho mi cafetería favorita del barrio, descubrí que el tercero no estaba donde siempre. Donde debía estar.
Al mudarme había contado los peldaños. Tengo esa manía: contarlo todo. Noventa y seis desde el portal. Pero aquel día, al llegar a la supuesta planta de mi piso, no estaba el tercero A, sino un cartel oxidado que decía Cuarto derecha. Hasta ese momento los pisos ni se llamaban así. A, B, A1, B1, ya lo he dicho. Supuse que me había distraído, que tal vez había subido un tramo de más pensando en cualquier cosa –hacia dónde iba mi pintura, mi obsesión de siempre– y volví a bajar. Pero al descender el segundo ya no era el segundo, y al volver a subir ya no había cuarto ni tercero, sino una planta sin timbres, un corredor en sombra con una puerta entornada que no recordaba haber visto antes. Segundo Bis, leí.
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Durante semanas, lo consideré despistes. Pasado un tiempo, tuve que dejar de engañarme y asumir que algo pasaba al edificio. Pensé en ir al hospital. Pedir ayuda. Reconocer que pasaba demasiado tiempo solo. Había leído tantas veces eso de los artistas que pierden la realidad buscando lo irreal. Yo no tenía por qué ser distinto. También podía perderme en el estrecho margen que existe entre la obra y la vida. Cuando se vive solo y en silencio, todo individuo empieza a separarse de sí mismo tanto como de los demás. Como no quería pedir ayuda, en lugar de acudir al médico me sometí a una terapia personal: comencé a anotar en una libreta los cambios en la escalera. Lo hice sin zozobra, sin histeria. Simplemente tomaba nota de lo que tenía que hacer para encontrar mi apartamento:
Lunes 12: «La segunda planta aparece entre la tercera y la cuarta. Miércoles, 14: hay una quinta que no existía, pero al volver a bajar no está. Se llama Quinto B Izquierda».
Viernes, 16: «94 peldaños y el tercero A no aparece. En su lugar, un espejo viejo apoyado en la pared».
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La libreta fue creciendo, y con ella mi extrañeza. Apenas veía a los otros vecinos. El del bajo era un anciano que nunca salía, y la señora de los geranios había dejado de regarlos.
Una noche, con el corazón lleno de esa soledad que a veces se parece al hambre, decidí subir la escalera sin detenerme. Quería saber hasta dónde llegaba. Acabé en la planta séptima, que por supuesto no existía si uno mira el bloque desde fuera, y allí había una puerta con una aldaba de bronce. No tenía número ni timbre. La toqué. Estaba tibia, lo contrario que se espera del metal. Me apoyé en ella con cuidado, y al hacerlo sentí que me devolvía el gesto, como si desde dentro algo también me tocara.
No entré.
Bajé despacio, sin mirar a los lados, como hacen los niños cuando intuyen que algo no está bien pero no quieren saber qué. Al llegar al tercero, encontré mi puerta en el lugar inicial, abierta de par en par, con la luz encendida y el gas oliendo un poco. Pensé que quizá había olvidado cerrarla al salir. Dentro todo estaba igual, salvo por un detalle: la libreta no estaba donde la dejé y el cuadro en el que trabajaba parecía distinto. Se 'sentía' distinto. Mejor.
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Durante los días siguientes, la escalera pareció descansar. Las plantas se mantenían en su sitio, los peldaños eran los que debían ser. El tiempo pasa y todo sigue igual, lo que quiere decir que todo cambia todo el tiempo. Salgo de casa con la cabeza gacha. A veces, cuando bajo, me detengo frente al espejo viejo del segundo y me observo unos segundos. Siento que me estoy pareciendo a alguien. A la persona que aún no he sido.
Los geranios siguen ahí. Esta mañana han florecido, aunque nadie los riega. Bajo los peldaños con cuidado. Cuento noventa y seis. Luego noventa y cuatro. Luego noventa y ocho. A veces me pierdo en la cuenta.
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Cada vez que mi pintura flojea, cuando creo que no he conseguido el efecto que necesito, subo la escalera hasta su final y toco la aldaba de bronce.
He encontrado mi lugar perfecto.
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