Relatos de verano

Dinero para cal viva

Amador Aranda

Sábado, 2 de agosto 2025, 22:51

Una vez al año, el 12 de junio a las 9 de la mañana, con la precisión de un reloj suizo, la tía abuela Julia ... acudía al almacén familiar a comprar cal.

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La anciana tenía la espalda curvada por el peso de los silencios y un par de dientes agarrados a las encías con fuerza inusual, casi sobrehumana.

Ella era una fuerza de la naturaleza en sí misma.

La tía Julia era viuda: enterró a sus dos hijos en la guerra y a un marido por culpa de la bebida. No volvió a casarse y trabajó hasta hace pocos años cosiendo, limpiando y haciendo pequeñas chapuzas a los vecinos.

–Ponme cinco kilos, hijo –me decía con voz firme–. Y bien pesaos. Este año se va a adelantar el verano y no quiero que me pille la calor.

–Aquí tiene cinco kilos bien pesaos –le contestaba yo–. ¿No va a ir usted a Sevilla a ver la Expo? –le comentaba de broma.

–Que venga la Expo a verme a mí, que yo ya no estoy pa viajes.

La tía Julia vivía en una pequeña casa. La construcción todavía sobrevive en una calle en la que los pisos altos han ido comiéndole el terreno al pasado. Sin que ella fuera consciente, el presente ha caído como una gran piedra en mitad de un tranquilo lago.

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El sol, que ilumina las estancias de su vivienda, apenas lo hace ya en su comedor, o en la fachada blanca que en otros tiempos competía con el blanco de las otras casas. La casa ha ido oscureciéndose a lo largo de los años, como si el tiempo y la luz fueran capaces de apagar también la vida de mi tía. La casa ahora huele a recuerdos a punto de morir y a polvo acumulado en los suspiros de mi anciana tía Julia.

Las nuevas construcciones se han olvidado de la cal, y se rematan con mármol o granito. Su casa pertenece a un pasado al que se aferra como los dos dientes en sus encías, con fuerza inusual y sobrehumana.

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Mi anciana tía utiliza la mitad de la cal para pintar su casa. Rompe las piedras con un martillo y las deposita en un cubo de plástico en el que vierte agua fresca del pozo. El agua descompone las piedras rápidamente. Remueve la mezcla con un palo hasta que el blanco es perfecto para comenzar a pintar.

La fachada no es muy grande y, con un extensor de madera, la tía Julia puede llegar a todos los rincones. En poco más de tres horas es capaz de darle dos vueltas de pintura y dejar reluciente su fachada. «¡Bien encalada!», dice satisfecha.

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El resto de la cal la utiliza en el cementerio. La tía Julia camina una hora hasta el camposanto. Mi madre me obliga a ir con ella y yo llevo el cubo y la brocha. Al llegar a las tumbas de su marido y de sus dos hijos, realiza la misma operación que en la fachada de su casa. Yo le ayudo trayendo agua y removiendo la cal. Los nichos son más fáciles de pintar y aprovecha para limpiar las lápidas de mármol y quitar hojas y suciedad alrededor de las tumbas.

–¡Qué pronto te fuiste, Antoñico! –comenta mientras limpia el retrato de su marido en la lápida–. ¿Y vosotros? –dice mirando las fotos de sus dos hijos–. ¡Qué tontos fuisteis; valientes, pero tontos! ¿Y para qué? Ni un nieto me disteis.

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Ese día lo pasamos allí, acompañando a sus familiares. La tía Julia visita y limpia las tumbas de sus padres y de sus abuelos. «Tú te pareces a mi padre, tienes el mismo porte, y su mismo nombre, Carmelo», me comenta al pasar por la lápida. «Espero que no seas tan pichabrava como él». Visita también a amigos y conocidos, a sus vecinas de toda la vida, y piensa que, muy pronto, cuando ella muera, ese será su lugar.

–Vamos a acercarnos a la tumba de 'la Malasangre'. ¡Qué mala era! –comenta, señalándome con el dedo–. Se quería quedar con mi marío, pero mira, yo fui más lista que ella, y soltera se quedó, y mala, porque era más mala que un dolor. ¿Y esta? –me dice, señalándome otra tumba cercana–. Carmina, mi vecina y amiga, que la quería yo más. Si no llega a ser por ella me hubiera ahorcao en un olivo después de tó lo que me pasó.

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La observo parándose cerca de algunas tumbas, saludando y diciendo hola y buenas tardes a los nichos y a los difuntos que reconoce. Nos sentamos en un poyete cerca de la tumba de su marido y me dice: «¿Quién se acuerda de los muertos cuando ya no hay nadie que viva para recordarlos?»

Yo no sé qué decir. La miro por si espera que diga algo a su pregunta, pregunta que no sé muy bien contestar. La tía empieza a llorar y le digo que ya va siendo hora de volver a casa.

*****

El 12 de junio del año siguiente, a las 9 de la mañana, una vecina nos comenta que la tía Julia no ha salido de su casa en todo el día. Mi madre tiene llave para emergencias y entramos para comprobar si se encuentra enferma.

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La tía Julia está tumbada en la cama. Debe llevar varias horas muerta. No viste de negro como siempre. Lleva puesto un vestido blanco, como si supiera que la muerte llegaría esa misma mañana y, avisada, se hubiera vestido para recibirla.

Junto a ella, una pequeña caja con bastante dinero y una carta. En el anverso está escrito mi nombre: «Para Carmelo». Me acerco y leo la nota en la que ha escrito: «Dinero para cal viva». Firmado: «La tía Julia».

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