Diario de un asperger adolescente
David de Callejón Mayoral
Sábado, 6 de agosto 2022, 00:47
No soy tímido, es que no soy muy de contar mis cosas.
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Dicho esto, quiero deciros que, después de un curso de tediosas clases de ... ciencias, solo retuve algo provechoso: los sapiens progresaron al especializarse en imitar comportamientos sociales.
Debe de ser cierto, porque me he pasado los últimos años de mi adolescencia –años confusos, confieso–, espiando los ritos amorosos de parejas a mi alrededor.
Pero no soy raro.
En mi defensa he de decir que la información a mi alcance era escasa. Nuestra única cadena de televisión apenas mostraba algún beso en la última escena de la película. Además, como bien me hizo ver mi señora madre, eran de mentira, los protagonistas se besaban en la barbilla, simulando que les encantaba. Lo comprendí en su día, porque John Wayne jamás me traicionaría con un beso de verdad, y, menos aún, a una mujer.
Por otro lado, mis padres eran seres definitivamente asexuales, probablemente debido a su absurda dedicación al trabajo. En el instituto, el tema de la reproducción biológica me sonaba a galimatías, sopa de cromosomas al ADN con guarnición de gametos. Resultaba poco práctico y totalmente desmotivador. Así que, espoleado por mi hormonada curiosidad, dediqué mi tiempo a observar parejas y aprender de la madre naturaleza.
Los novios que paseaban de la mano por la rambla, los que jugueteaban en la playa o los que iban machihembrados en los 'vespinos', parecían un buen ámbito para la observación científica; sin embargo, no solían progresar en sus acercamientos, posiblemente para no revelar técnicas secretas.
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Mi verdadera fuente de conocimiento resultó ser una pareja que se acercaba por las tardes a besarse bajo los arcos del parque, aprovechando el mimetismo natural de las buganvillas.
Desde mi habitación-atalaya o disimulando algún trabajo en la valla de casa, los observaba como buen entomólogo. Sentados en los poyetes, pasaban largo tiempo besándose, con los ojos cerrados, al tiempo que movían sinuosamente las mandíbulas. Reconocí su mérito al pasar tanto tiempo sin respirar. No me preocupó, sin embargo, ya que siempre fui un gran buceador y concluí que no tendría mayor problema con dicha apnea.
La segunda parte de los ritos de pareja me causó un más hondo interés. Ambos especímenes dedicaban largos períodos a explorarse mutuamente la piel facial. Adoptaban una conducta simiesca, buscando con ahínco cualquier grano de acné, blanco o negro. Cuando el individuo escudriñador descubría alguna protuberancia, una extraña excitación le invadía. En un segundo sus uñas presionaban con destreza hasta que el grano reventaba cual volcán y expulsaba su codiciado sebo al exterior. Ese momento solía estar acompañado de espontáneos gritos de placer y sorpresa. Deduje que ese trataba de algo similar a un pequeño orgasmo, una 'petite mort' francesa, aunque todavía no he averiguado por qué la muerte tiene diferentes tamaños.
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Decidí entonces que mi formación científica había concluido. Podía dejar de ser el solitario de clase y, aplicando mis conocimientos, convertirme en un joven atractivo a los ojos de las chicas.
Planifiqué un buen entrenamiento. Los besos no parecían ser de una gran dificultad. Comencé a llevarme un reloj a la bañera para monitorizar mi progresión sin respirar. Además, probé a comer sin utilizar los dientes, para fortalecer tanto los músculos de la mandíbula como los labios. Confieso que algunas frutas y verduras fueron un verdadero reto, pero con constancia noté que la sabia naturaleza creaba útiles callos en los labios, que realzaron aún más mi musculatura maxilofacial.
La segunda parte de mi transformación fue más complicada. Desgraciadamente provengo de un largo linaje de hombres sin acné, una rareza familiar que decidí reconducir con ciencia y constancia. Abandoné, pues, cualquier atisbo de higiene facial. No me resultó difícil. Luego comencé a aplicarme ungüentos de grasa antes de acostarme y acompañé el tratamiento con un aumento en mi frecuencia de tocamientos en el baño, que, como bien nos había inculcado nuestro profesor de religión, era castigado por dios con granos y barrillos, aunque también mencionó algo sobre la ceguera.
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Tras varios meses de tratamiento, esta mañana me he mirado en el espejo y me veo preparado para emparejarme. Mi cara presenta un vulcanismo con craterización digno de cualquier planeta sin atmósfera. Además, supero ampliamente los noventa segundos sin respirar y soy capaz de chupar un polo de limón, creando un vacío absoluto con mis labios hasta convertirlo en hielo blanco, y eso sin abrir los ojos. Así que ha llegado el gran día, en el recreo me plantaré frente a Ana, mi amor platónico de segundo de BUP, y no dudo ni por un momento de que, gracias a mis recién adquiridos atractivos, caerá enamorada a mis pies.
Mañana os cuento más…
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