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Delicadezas y sones de la Europa galante para abrirla temporada de la OCG
La Orquesta Ciudad de Granada regresa al auditorio Manuel de Falla con un concierto solidario de música barroca a beneficio del Banco de Alimentos
Andrés Molinari
Sábado, 19 de septiembre 2020, 01:36
Anoche, por fin, volvió a sonar nuestra orquesta en su sala habitual: el auditorio Manuel de Falla. Por supuesto cumpliendo todas las medidas aconsejadas ... para que esta pandemia no se dispare más de lo que está, que ya es proeza. Normas seguidas por el alcalde y un ramillete de concejales y otros cargos, distanciados no solo en lo electoral y atentos a un concierto solidario cuyo beneficio irá al Banco de Alimentos de Granada.
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Los organizadores, con Roberto Ugarte a la cabeza, como nuevo gerente de la OCG, han tenido a bien calificar esta primera entrega como Concierto de Pretemporada, y no Fiesta Inaugural, como en años pretéritos en los que no había mascarillas y sí mucho jolgorio. Sin embargo, la palabra fiesta se entremetió en la cabecera del programa. Porque siempre hay que celebrar seguir estando vivos, poder disfrutar de la cultura y porque evadirse, durante hora y media, de la que está cayendo es humano, comprensiblemente humano.
No fue evasión el concierto protagonizado por Anna Fusek, abarcando con tanta delicadeza como destreza desde la dirección hasta las dos grandes familias de instrumentos, la cuerda representada por un pimpante violín apretado con suavidad contra su hombro, y el viento, con un abanico de flautas dulces de sutil armonía al dictado de su silbo inmarchitable.
Con tan excelente auriga viajamos por tres ambientes del barroco europeo, desde la norteña y monárquica Inglaterra hasta la mediterránea Italia, con una preciosa parada en el París de las campanas y los carrillones. Si en la pieza inicial de Henry Purcell a la orquesta, demasiado tiempo en dique seco, le constó empastar su sonido con los melismas de la solita, aquel deshilvanado fue corrigiéndose a lo largo del concierto hasta una perfección inaudita en las piezas de Corelli y Vivaldi.
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Anna es mujer de atuendo desatendido y cierto desaliño en el peinado, pero ubérrima de gestos, entusiasta hasta en las explicaciones verbales y sincera en el agradecimiento. Un dechado de sencillez con sus instrumentos sin credencia, unas veces en el asiento de una silla y otras en el más mísero suelo. Ella sin altivez ni pose, haciendo música para deleite del respetable. Y qué música. Momento de los que llegan al alma, esa Sonnerie de Marais, cuya aparente monotonía ella convirtió en riquísima variedad.
Anna dirige con todo el cuerpo, incluso con lo intangible de su ser, como su mirada o el ademán de su compás. Arquea su torso, cimbrea su cintura, reverencia el aire que precede a su partitura. Verla es descubrir la verdad de donde nace la belleza.
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Y nuestra OCG convertida en conjunto barroco con los músicos en pie y minutos de gloria para cada uno de ellos: los violines a dúo, los chelos imprescindibles, la percusión renacida en el bis de Telemann.
Al final tres conciertos iguales y a la vez distintos. Belleza recóndita del flautín negro, dueño y señor de la escena a pesar de su pequeñez, sin amedrentarse un ardite por las cuerdas tan conspicuas. Lucimiento de la OCG convertida en rococó por una noche. Y siempre la música, una música derramada a manos llenas por ese turbión de belleza y brevedad llamado Antonio Vivaldi.
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