Los cines de Granada: fogonazo de color y fundido a negro
Desde 1895, cuando se solicitó el primer permiso para proyectar imágenes en el Humilladero, han estado en funcionamiento más de medio centenar de salas de cine en la capital granadina. Esta es la historia de un arte que fue un gran negocio y que hoy se encuentra, en la mayoría de los casos, preso en el gris de los centros comerciales
La historia de los cines de Granada es la de todo el cine y también la del siglo XX, un fogonazo de décadas que tomó ... la cultura popular a toda velocidad, como el tren que los Lumière proyectaron en el Gran Café de París en 1895. La capital se convirtió en una ciudad de cine y de cines, más de medio centenar a lo largo del último siglo. La historia de un arte que también fue un gran negocio y que llegó a desatar guerras entre empresarios es hoy, como tantas otras, la de edificios enormes y grises; los centros comerciales, templos modernos del consumo, que albergan hoy la mayoría de los cines que quedan, convertidos en multisalas. Pese a todo, el cine sigue siendo una ventana incomparable abierta a otros mundos que no caben en el espacio asfixiante de la pantalla de un teléfono móvil.
El nuevo arte busca su sitio
Antes de ocupar salas y teatros, el cine en Granada era una barraca del Corpus. El primer permiso para mostrar imágenes en movimiento en el Humilladero se dio en octubre de 1895, apenas unos meses después de que los hermanos Lumière hicieran su primera proyección ante el gran público. Aquel ya era un mundo conectado. No pasó mucho tiempo antes de que, gracias al éxito de este nuevo entretenimiento, que animó la «monotonía de la vida de sus habitantes», que por lo general solo variaba «gracias a las festividades», como escribió Salvador Mateo Ramos, profesor universitario granadino que dedicó su tesis doctoral a la historia de la arquitectura de los cines de la capital, comenzó a compartir espacios con otras formas de cultura popular, como los teatros o cafés cantantes. Así ocurrió con el Teatro Cervantes (1910) o el Alhambra, que operaba ya en 1904. Pero la creciente fascinación por las imágenes, por enfrentarse a ellas en condiciones óptimas, pronto hizo que los cines necesitaran edificios propios.
Hubo que esperar casi una década para que abriera el Salón Regio (1914), en el Escudo del Carmen, un enclave capital en la ciudad que sobrevivió, pese a sufrir un incendio en 1934, hasta 1984. Fue tan popular que incluso dio lugar a sus leyendas locales, como la de 'el Sangre', un acomodador que usaba látigo en lugar de linterna. Fue aquí donde se estrenó 'Todo es posible en Granada' (Sáenz de Heredia, 1954), frase que es hoy lema de la ciudad.
En esta época comenzó también la historia de Granada como lugar de rodaje. 'Pepita la Gitana' (1914), de la casa Gaumont, junto con Pathé las dos primeras grandes productoras de Europa, mostró al mundo por primera vez lugares como el Generalife, las Torres Bermejas o el Tajo de Canales. Dos años después, Blasco Ibáñez bajaba a la capital para rodar 'Sangre y Arena' (1927), una de sus novelas más celebradas, que cautivaría en 1941 la imaginación del público mundial en la adaptación norteamericana de Rouben Mamoulian (1941), con Tyrone Power y Rita Hayworth.
Siguieron sus pasos autores granadinos, como López Rienda, popular periodista de la época, con sus 'Águilas de Acero' (1927), estrenada con éxito en Barcelona y Madrid. Quiso repetir después con 'El Carmen de los Claveles', aunque esta película nunca pasó de la fase de preproducción.
Consolidación y competencia
Hubo quien se dio cuenta pronto de que este nuevo arte industrial era una fuente de dinero. En la década de los veinte se desató una fuerte competencia entre empresarios, en concreto entre el dueño del Salón Regio y quienes habían formado la Sociedad Anónima de Espectáculos (SAE), que proyectaba construir un cine en el Corral del Carbón. El dueño del Regio movió hilos y consiguió que el entonces ministro granadino Natalio Rivas lo declarara monumento de interés nacional, frustrando su idea. Los miembros de la SAE decidieron mirar entonces a la Gran Vía, recientemente estrenada. La apertura del Coliseo Olympia (1921) fue una de las más destacadas de la época.
No solo hubo conflictos entre empresarios del cine; también estos se enfrentaron al Gobierno Civil de la época ante una subida de impuestos anunciada en 1917. En septiembre de aquel año todas las empresas de espectáculos de la ciudad cerraron las puertas como forma de protesta. La situación perduró alrededor de un mes, hasta el 8 de octubre, cuando volvió la normalidad.
Tras este revuelto período se inauguró uno de estabilidad en lo empresarial que duraría hasta 1942, ya con la Guerra Civil acabada, con el Regio, Olympia y Cervantes como los grandes estandartes del cinematógrafo en Granada.
El mudo comenzó a hablar
Fue precisamente el Salón Regio el que, el 6 de febrero de 1930, estrenó en exclusiva 'El Arca de Noé', la primera película sonora que se vio en Granada. Para entonces, eran muchos los ciudadanos que demandaban mejores espacios, más grandes y más cómodos. La renovación, como a menudo ocurre, solo se llevó a cabo cuando un nuevo competidor entró en disputa y forzó al resto a mejorar. Fue lo que hizo el «revolucionario» por prestaciones y comodidad, en palabras de José Nadal, Cine Aliatar (1942), que era de su propiedad, edificado sobre el almacén de una fábrica de carbón y chatarra y uno de los más longevos, ya que aguantó en pie hasta 1989, cuando comenzó su conversión a cine multisalas, modelo con el que logró sobrevivir hasta 2007.
Otras salas de exhibición siguieron los pasos del Aliatar. El Cine Albayzín (1944) fue el primero de su barrio, igual que el Cine Príncipe (1945), propiedad asimismo de José Nadal, en el Realejo. También abrieron en 1945 el Cine Gran Capitán y el Cine Granada, en Cárcel Baja, que fue el primero en estrenar en Cinemascope, una de las tecnologías de color y pantalla panorámica que hoy es indisociable de algunas de las más grandes películas de la época.
No fue Granada una excepción en el desarrollo del negocio cinematográfico. Según publicó IDEAL en 1942, aquel año ya había 3.405 salas abiertas en todo el país.
Vacaciones en un cine de verano
En la década de los cincuenta, con un país en situación económica algo menos horrible que la de la anterior, pero todavía escasa y sin visos de acceso al automóvil, el cine se volvió una de las formas de entretenimiento más accesibles. Llegaron a conocerlo como 'el veraneo de los pobres'.
No es de extrañar, pues, que continuara el goteo de aperturas de nuevas salas y que se popularizaran los espacios de barrio de bajo coste. Desembarcó el cine en el Zaidín con el Cine Central (1956), en la Avenida de Dílar, y en la Chana con el Victoria (1960), el mismo año en el que se inauguró uno de los pocos supervivientes, el Madrigal. En Pajaritos funcionó durante algunos años el Cine Chiky -por su pequeño tamaño-, luego renombrado como Cine Trébol.
Otras aperturas destacadas fueron las del Cine Gran Vía (1950), donde llegaron a programarse veladas de boxeo además de películas; el Capitol (1955), en la esquina de Recogidas con Pedro Antonio de Alarcón, cuando esos terrenos eran las afueras de la ciudad, o el Apolo (1961).
Esta fue la época de mayor popularidad de las terrazas y cines de verano, que funcionaban por lo general de forma intermitente. Uno de los más importantes fue el Vergeles, en el Zaidín, pero también destacaron las proyecciones en la vieja plaza de toros del Triunfo, en el Cine Colón (1952), en la calle Castañeda, o en el Cine Albéniz (1954), en Alhamar, del que se comentaba en prensa que la gente acudía en pijama o con botijos y cojines para mitigar la incomodidad de las sillas de enea. Otros proyectos fueron malogrados pronto, como el del Cine Falla, cerca del Paseo de la Bomba, que solo sobrevivió dos temporadas.
El éxito de los cines de verano les hizo ganarse su propia caroca: «Como el negocio va mal, / el zapatero ha pensado / colocar en su pequeño local / un buen cine de verano».
Fin de fiesta, enciendan las luces
«Desde 1970 hasta 1995 se produjo una gran crisis en el cine, que provocó múltiples cierres y derribos», resume Salvador Mateo. Los cambios en las costumbres del público y el desarrollo inmobiliario enterraron muchas salas.
Una lista no exhaustiva de los caídos durante los setenta da idea de la magnitud del proceso: Alhambra (1974), Albéniz (1975), Cartuja (1977), Victoria (1978) o Capitol (1979). Ya en los ochenta, tras el cierre del Apolo (1980) haría lo propio el Palacio del Cine (1983), en Solarillo de Gracia, que hasta entonces había sido el más grande, con más de dos mil localidades. Juan de Dios Salas, con más de 25 años al frente del Cine Club Universitario de Granada, recuerda su «enorme» pantalla, «que abarcaba prácticamente toda la sala». En su opinión, este fue uno de los cines más históricamente importantes de la ciudad. Pese a todo, su conversión en ocho salas pequeñas que conformarían el Multicines Centro resume la tendencia del momento. Este mismo año paró sus proyecciones el Cine Granada, y poco después hicieron lo propio el Regio y el Príncipe (1987), así como el Aliatar y Gran Vía (1989). Aquel año solo funcionaron el Madrigal y el nuevo Multicines Centro.
Juan Torres-Molina, quien se hizo cargo del Madrigal en 1984, tras el fallecimiento de su padre, cree que avances tecnológicos como «la televisión en color y el vídeo doméstico» sacaron a gente de las salas, y cita una circular a profesionales del sector de 1985: «Renovarse o morir es lo que nos dice la pérdida de 20 millones de espectadores y 2.000 millones de pesetas» solo en 1984. Cines como el suyo, que durante mucho tiempo había estrenado las películas más famosas de Hollywood, tuvo que acabar reinventándose, buscando un nuevo modelo y un público que todavía hoy le acompaña.
Ya en los noventa, el desbocado avance del ladrillo acabó con cines como el Tívoli, en Fontiveros; el Alameda, donde hoy está Plaza Einstein; o la terraza Las Flores, que pasó a ser el Centro Comercial Neptuno.
Mientras los cines desaparecían de la mayoría de los pueblos, en la ciudad se reconvirtieron en multisalas dentro de centros comerciales. La inauguración del Kinépolis, en 2004, fue uno de los hitos más importantes.
Nostalgia y futuro
Así como el cine perdió su pico de popularidad como forma de cultura popular tras medio siglo de éxito indubitado, las salas de exhibición fueron sustituidas por bloques de pisos o complejos de oficinas sin que quedara de ellas ni el recuerdo más allá de algunos nombres, como el Edificio Regio o el Capitol.
Los esfuerzos de conservación se han centrado en tratar de proteger o restaurar fachadas e interiores de cines históricos como el Aliatar o el Granada 10, donde estaba el Cine Granada, en Cárcel Baja. El objetivo es tratar de mantener algunos de los muy variados estilos arquitectónicos e influencias históricas de las salas que habían marcado de forma indeleble la ciudad antes de que el gris cemento lo ocupara casi todo. Lo resume, desde su perspectiva como arquitecto, Salvador Mateo: «El cine es una manifestación artística que se ha desarrollado a lo largo del siglo XX y que en el XXI implora la conservación de sus pocos e insignes edificios aún existentes».
«El distribuidor debe respetar la sala de cine, su lucha, y el dueño tiene que defenderla, involucrarse y pelear por ella»
Juan Torres-Molina
Dueño del Cine Madrigal
De entre los que quedan en pie y todavía proyectando películas, el caso del Madrigal es el más destacado en la ciudad. Su dueño, Juan Torres-Molina, cree que una de las claves para la supervivencia futura de este arte y negocio pasará por la implicación de los propios empresarios y exhibidores. «El distribuidor debe respetar la sala de cine, su lucha, y el dueño tiene que defenderla, involucrarse y pelear por ella. Puedes vender palomitas, pero tu negocio es la película», resume. Pese a todo, tampoco tiene excesiva fe en el futuro: «Yo siempre repito que creo que el Madrigal tiene presente, pero no futuro».
Juan de Dios Salas, por su parte, continúa siendo optimista con respecto al cine en el medio plazo, en especial en entornos como el suyo, un cine club donde se cura la oferta, se mima y se adopta un enfoque divulgativo. Todo eso «sigue teniendo un puntito que no pueden ofrecer todavía las plataformas ni el cine en casa. Hay tanta oferta que acaba quedando un batiburrillo; es demasiado», resume.
Torres-Molina, quien se define como «un hombre de cine, con celuloide en las venas», no cambiaría nada pese a todo: «He disfrutado tanto el cine, ha aportado tanto a mi vida, que no podría separarlo de lo que soy hoy».
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