Un callejón oscuro
blanca titos fernández
Sábado, 20 de agosto 2022, 00:06
Se asomó a la ventana de la habitación y observó la calle.
Publicidad
El callejón oscuro estaba entre tinieblas, como siempre. Aunque era de día, todavía ... se apreciaban los restos de la noche anterior. Mas allá del callejón, había vida, personas, coches, comercios. Pero en el callejón, en el portal, en el piso, en el dormitorio, solo había un vacío. Una soledad, un armario sin ropa. Una cama sin sábanas.
«Ve a llevarte tus cosas, por favor».
Así que eso era todo. Cinco años de relación resumidos en una frase digital, a través de una pantalla.
Esa mañana, cuando recibió el mensaje, se levantó de la cama, desayunó sin ganas, se vistió, pensó en qué se pondría, por si se la cruzaba, pero luego se dio cuenta de que para qué preocuparse, si ella no iba a estar allí.
Cogió el autobús y, dentro, caras largas y algunas de resaca. Ya no sabía lo que era una resaca, pero tenía la esperanza de volver a saberlo pronto. Tenía planes, planes para él y para su hígado; planes que conllevaban gastar mucho dinero, pasearse por las barras de los bares, hablar con extraños. Planes de relaciones esporádicas, planes de manta, sofá y arrepentimiento los domingos por la mañana, pero no solo los domingos, por qué no los sábados también, y los viernes. Por qué no los jueves. Tenía esos planes. Esos planes de autodestrucción eran lo único a lo que podía agarrarse, eran lo único que le quedaba en ese momento.
Cuando llegó y cruzó la calle sintió una punzada en el pecho, pero se contuvo y, firme, caminó hacia el portal, metió la llave, abrió la puerta, entró. Olía mal. Era lo que tenía vivir en un callejón oscuro, que siempre olía mal porque la gente hacia allí sus necesidades. Pero era el olor del hogar. El olor a desperdicio humano era su bálsamo de tranquilidad.
Publicidad
Subió la escalera, no había ascensor, entró en la casa. Se esperaba algo, pero no lo que encontró. No había nada. Ella se había llevado todas sus cosas y, como la mayoría de las cosas le pertenecían, ya estaba casi todo desmantelado. Recorrió las habitaciones que tantos momentos buenos les habían dado y a la vez tantos sinsabores. Reflexionó en por qué las cosas habían acabado así, de esa manera, y no de otra. Cuál fue el germen de la ruptura, cómo fue que, de conocerse y amarse en la misma cama durante horas, habían pasado a no poder estar juntos ni en la misma habitación, ni en el mismo bloque; de respirar el mismo aire a interponer un océano de distancia.
Quizá todo empezó con el piso, con el callejón, con las prisas.
Ella no quería irse a vivir allí, pero él tenía prisa por estar cerca de ella, antes de que se diera cuenta de la verdad, y por eso la quería allí, en ese piso, en ese callejón, aislada del mundo, solo para él. Al principio, a ella esto le pareció romántico y nuevo, todo era un misterio. El hombre que siempre había querido, intenso y misterioso, se mostraba como era: desnudo y vulnerable.
Publicidad
Pero no era así.
Y un día ella pronunció la frase: «Cuanto más te conozco, más preguntas me hago sobre ti, que no tienen respuesta».
Ahí empezó todo. Ella le hacía preguntas que él no podía contestar, porque entonces lo rechazaría y se iría, pero fue un error. Al final se fue, precisamente porque no podía saber y ella quería saber. El conocimiento era importante para ella, tanto como la ocultación lo era para él.
Y así todo se fue haciendo un nudo, una madeja y un día el monstruo de los celos y los secretos sin contar los devoró, y ella se marchó. Él vio desde el balcón cómo atravesaba el callejón oscuro, con su abrigo rojo.
Publicidad
Parecía una llama en mitad de la noche, un fuego fatuo, y después de eso, ya no hubo nada más.
Encontró una caja vacía en el salón, metió sus escasas pertenencias: unos libros, un reloj de pared, una manta para el frío, que tanto los había cobijado en las noches de invierno. Todavía tenía su olor. En la cocina unos vasos, algunos cubiertos, la sandwichera. Del baño recogió el cepillo de dientes, un champú, un par de toallas, una grande y otra de tamaño mediano. En la habitación había ropa en el armario, toda de él. La dobló y la puso encima de la cama sin sábanas. El colchón vacío le provocó una inmensa sensación de soledad y tristeza, pero siguió adelante. La caja se le antojó pequeña, así que lo fue apilando todo encima de la cama. Al final, cuando terminó, la cama estaba repleta de objetos, de cosas de él. Ese colchón, en el que tanto se habían amado y hecho promesas, donde habían reído y llorado, donde ella lo había odiado mientras él se consumía en su silencio y en sus secretos, contenía solo sus propias pertenencias. Ese colchón, que los había acompañado desde hacía tantos años y contenía todos los secretos, todas las risas y todas las lágrimas, tenía la medida exacta para guardar sus cosas, solo las suyas, no las de ella, y fue entonces cuando comprendió que no había existido nunca un «ellos», nunca una pareja, solo él con sus misterios y sus historias sin contar, y ante tal verdad solo pudo cerrar los ojos, romper todos los muros y dejarse llevar.
Y quizás en ese momento, en aquel lugar donde solo estaba él, se sintió cercano en la distancia a donde ella estuviera y sintió el amor perdido y deseó hablar y contar lo que jamás había contado a nadie, romper todas las barreras... pero ya era tarde.
Publicidad
Recogió poco a poco sus cosas, atravesó el callejón oscuro y se marchó, sin mirar atrás.
Suscríbete durante los 3 primeros meses por 1 €
¿Ya eres suscriptor? Inicia sesión