Bonito pareo barato
Evaristo Pérez Morales
Domingo, 11 de agosto 2024, 23:36
«Bonito pareo barato», creyó oírle decir entre el ruido de las olas rompiendo en la playa.
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El anuncio del vendedor de pareos le sorprendió ... amodorrado junto a su pareja a la hora de su siesta de media tarde. Se incorporó levemente y, por encima de sus gafas de sol, pudo entrever a contraluz a un tipo enjuto. Alrededor del cuello portaba una sarta de pareos multicolor al tiempo que le ofrecía uno de color beige estampado con un 'mandala' verde.
No, no quería aquel pareo. Ni ningún otro. ¿Es que acaso no se había dado cuenta de que estaba dormitando hasta ese preciso instante? Quizás su reacción resultaba desproporcionada, pero no tenía ganas de entablar otra conversación más con otro vendedor más. Aquella era la mejor respuesta para retornar al punto en el que su descanso había quedado interrumpido.
De pronto, un golpe de viento arrebató el pañolón de las manos de aquel individuo y formó un remolino en el aire, envolviéndolos a ambos. «¡¿Quiere usted hacer el favor de quitarme este pareo de encima?!», le gritó, mientras intentaba incorporarse sobre su tumbona. «¡Shisst! ¡No se altere!», le rechistó su visita. «Soy el fantasma de tus veranos pasados, presentes y futuros».
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Su pulso se aceleró y el bombeo de la sangre le golpeó en las sienes. Había quedado atrapado en una crisálida gigante de tela junto a un desconocido que acababa de confiarle una revelación inaudita. A través de la urdimbre de hilos podía entrever las espumosas crestas de las olas, los colores ácidos de las boyas flotantes y el 'puzzle' multicolor de sombrillas. «¡Sácame esto de encima!», le gritó al visitante. «¡No! ¡Tienes que calmarte y escuchar lo que tengo que decirte!», le ordenó el otro, por su parte.
El vendedor de pareos lo agarró con fuerza de un brazo hasta ponerlo en pie. A pesar de quedar expuesto a la vista de los bañistas, nadie parecía prestarles atención. Se giró hacia la playa buscando la ayuda de su pareja. Sin embargo, era su madre, que había fallecido hacía quince años, quien se encontraba arrodillada en la arena. También su padre, fallecido dos años después de su madre, con su inconfundible pelo negro que lucía de joven. Sus hermanas mayores. Su hermano, también mayor que él, y él mismo embutido en su inconfundible bañador amarillo, el de sus cinco años.
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Su madre hurgaba en una bolsa de tela de la que extraía los bocadillos envueltos en aceitosos papeles de estraza. Su padre, con sus pantalones remangados hasta la altura de las rodillas y su camisa desabotonada, troceaba un melón con su pequeña navaja de bolsillo. Sus hermanos se repartían los bocadillos que llevaban sus nombres escritos sobre el papel marrón con la primorosa letra de su madre. Él leía, sentado sobre una rugosa toalla, alguna novela ilustrada de las aventuras de Sandokán.
Las piernas le flaquearon. Sin embargo, la determinación con que su acompañante lo sostenía evitó que se desplomase. «Mira, quiero que contemples tus veranos pasados, presentes y futuros, porque sólo así comprenderás que se agota tu tiempo».
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La cabeza empezó a darle vueltas. No debía propasarse con las comidas en sus escapadas a la playa. Sin duda, debía de tratarse de una pesadilla de media tarde de la que se despertaría en breve. En aquella fantasía de una tarde de agosto, su cabeza recreaba la ensoñación de Ebenezer Scrooge que tantas veces había visto en televisión por Navidad.
«¡No has entendido nada! ¡Estás viendo ahora tu pasado tal cual fue!», le dijo el visitante, quien parecía leerle la mente. Has implorado para reconciliarte con el niño que fuiste. Tu ansiedad se te hace insoportable a medida que pasan los años porque te has dejado derrotar por el camino. Te angustia el no poder detener el paso del tiempo, que se escapa como la arena entre los dedos.
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Hinchó su pecho para calmar su ansiedad y dar algún sentido a aquella situación. Todo lo más, vio que el vendedor ya no portaba el resto de pareos. Así, pues, la escena que estaba contemplando bajo el sol de la playa no estaba teniendo lugar y comenzaba a diluirse. Se trataba de una pesadilla de la que pronto lograría despertar, como en esas ocasiones en las que en mitad de un sueño agobiante conseguía aplacar su angustia presintiendo que la visión no era real.
«¡Deja de pensar que esto se trata de un sueño o habrás perdido tu oportunidad para despertar de una vez! Todos hemos nacido con un propósito. Pero tú, en cambio, te desesperas porque has abandonado tus ilusiones. No puedes defraudar al niño que fuiste. ¿Quieres ver lo que será de ti en un domingo de playa como este, en una tarde de baño como esta?».
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Súbitamente, una patulea de bañistas con caras angustiadas acrecentó un tumulto de gritos y corrían hacia un bulto que yacía en la arena, próximo al agua. En medio del barullo pudo entrever la figura de un hombre tendido. Creyó reconocerse en aquel bañista de rasgos algo más avejentados que los suyos. Notó cómo se le aflojaron de nuevo las piernas.
«Puedes evitar tu desmoronamiento como si fueses ese castillo de arena anegado por el mar. Aún estás a tiempo de sacudirte el velo que te separa del mundo».
Empuñó con rabia la tela intentando desgarrarla para poner fin a aquel espejismo y, finalmente, consiguió despegarla de su cara. Su pareja jugueteaba con un pareo 'beige' acariciándole el cuerpo. La miró con una expresión desencajada y ella le devolvió una sonrisa que culminó en carcajada. Se desplomó sobre el jergón playero con el corazón aporreando el pecho.
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El pareo se batía con violencia queriendo escapar de las manos de ella. Le pareció que aquel pañuelo canturreaba: «¡No–lo–de-jes!».
Ebenezer Scrooge era un viejo solitario y tacaño que regentaba un pequeño negocio, pensó. Él era un buen funcionario que aún tenía cuarenta y pocos.
El pañolón entonó de nuevo su canción.
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