Menos veces de las deseadas, la empresa encargada de programar en el Teatro Isabel la Católica acierta a ofrecernos calidad y lozanía. Esa raya en ... el agua ocurrió el pasado fin de semana con 'Equus', la famosa pieza de Peter Shaffer cuyo estreno en España fue todo un acontecimiento en aquel histórico otoño de 1975. Para evitar el inevitable envejecimiento de los detalles argumentales, Natalio Grueso, como adaptador, y Carolina África, como directora, han introducido marcapáginas actuales tales como adicción a los móviles y tabletas al uso para subrayar los tics etológicos de cierta juventud hodierna.
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El conjunto complace por un muy logrado equilibrio entre el respeto a las indicaciones del autor, en el texto original, sobre la escenografía a construir y la libre creación de los productores actuales. Respecto a la mencionada obediencia, destaca la acertada construcción de las caretas equinas en cuero negro y la sugerencia caballar mediante coces en el linóleo, evitando todo relincho pazguato. Y, entre las propuestas novedosas y a la vez convincentes, aplaudimos ese mueble de psiquiatra, mitad diván para el psicoanálisis mitad yegua cubista, ese fondo de pajar aterido de verticalidad pero afanado en ser vaivén hacia el paisaje y ese vídeo, hoy casi imprescindible en el teatro, que ambienta establos y expone máscaras áureas de estirpe helenística.
Los actores, como en mucho teatro actual, también son condenados por el director a ser empujadores de decorado, con lo que pierden parte del apresto de su personaje. No obstante todos están correctísimos, sin que ninguno le robe nuestra mirada a los otros cuatro: Roberto Álvarez modula su desdén inicial hacia ese sincero monólogo final, tal vez excesivamente frío. Álex Villazán crepita por doquier en su movimiento browniano, a veces estorbando con su acción ubicua y simultánea el parlamento de los demás; sólo su juventud y un gimnasio impiden que al final se le note el agotamiento por tanto ardor narrativo. Los otros tres doblan papeles y lo mismo empuja que te empuja los muebles de madera lisa que congelan maneras para iniciar el trote o posturas a la corveta.
Un mundo de caballos como contexto de la historia, pero una coz que nos lanza el autor para que atendamos a la sociedad que es nuestro pajar y nuestro establo. Y mucho más: en el fondo de henil, el miedo a la mirada divina como censura eterna, el dios caballo que todo lo ve, al que un joven enceguece con un punzón porque no quiere que lo vea coitar con placer y tratar de ser feliz contra paja quieta y galope adverso.
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