No abras los ojos
Desiré Felices Montoya
Martes, 5 de agosto 2025, 23:38
A mi hermano se lo llevaron una noche de septiembre. No fue una desaparición común. Lo vi. Yo estaba ahí.
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Era domingo. Estábamos en casa ... de la abuela, la de siempre: la que huele a alcanfor y caldo. Dormíamos en la habitación del fondo, la que tiene la pared con humedad. Yo tenía nueve años y él seis.
Mamá decía que a esa hora no se hablaba. «Después de la medianoche, la casa escucha», decía la abuela. Pero esa noche mi hermano no podía dormir. Tenía fiebre. Deliraba. Decía que veía a «la mujer del marco».
Pensé que se refería al retrato viejo de la bisabuela, ese que cuelga sobre el armario. Un rostro serio, pálido, con ojos que parecen seguirte. Le dije que se durmiera, que dejara de inventar.
–No está en el cuadro. Está detrás –me dijo. Y luego se orinó encima.
Lo limpié con una toalla. Lo arropé. Intenté dormir.
Pero a las 2:17 exactas, abrí los ojos.
La habitación estaba completamente en silencio. No como cuando todos duermen, no. Silencio total. Sin grillos. Sin viento. Sin respiración.
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Y entonces lo escuché: un crujido. Venía del armario. No como si alguien lo abriera, sino como si algo se estirara desde dentro.
Me quedé inmóvil. Respiraba solo por la nariz. Tenía los ojos entrecerrados. Y entonces vi una sombra. Larga. Descompuesta. Como un cuerpo humano, pero que no entendía del todo cómo caminar.
Se arrastraba.
Yo no podía moverme.
Mi hermano dormía, empapado en sudor. Murmuraba algo sin sentido. Y esa cosa se acercó a su lado de la cama. Se agachó. Le olió el pelo.
Y habló:
–Este ya casi no ve.
Su voz era como papel rasgado, como uñas por dentro de los dientes.
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Quise gritar. Pero no podía.
–¿Tú me ves, niño?
Yo cerré los ojos de golpe.
Un segundo después, estaba frente a mí. Lo sentí. El calor que soltaba su cuerpo era como el de un horno viejo. No olía a muerte, ni a podrido. Olía a madera húmeda, a ropa encerrada durante años, a cosas de dentro de las paredes.
—Si los abres… es tu turno —dijo. Y me sopló el rostro.
Fue como tragar ceniza caliente.
Pasaron segundos. Horas quizás.
Cuando me atreví a mirar, estaba solo. Pero mi hermano ya no estaba en la cama.
No había puerta abierta. Ni ventanas. Solo una mancha en el colchón. Negra, como quemadura.
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Lloré. Grité. Nadie me creyó. Dijeron que abrí para ir al baño y él se escapó. Que me bloqueé por el trauma. Que «la mente infantil inventa cosas».
Nadie lo encontró nunca.
Pero yo sé la verdad. Y sé lo que tengo que hacer.
Cada año, el 3 de septiembre, voy a la casa. Solo. Me acuesto en la cama donde dormíamos. Espero a que sean las 2:17.
Y no abro los ojos.
Porque esa cosa sigue ahí.
Porque me habla cada vez:
–Te toca ya, ¿verdad?
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Y yo no respondo.
–Tu hermano ya no grita. No le quedan cuerdas.
Y yo aprieto los párpados.
–Si los abres, te llevo. Pero si aguantas… te doy otro año.
A veces me roza. Me deja marcas. Uñas en el cuello. Me despierto sangrando.
Una vez, me tocó la frente. Y soñé con un lugar que no quiero recordar. Un cuarto blanco, sin techo, lleno de camas con gente sin ojos. No lloraban. Sólo… escuchaban.
Yo no sé cuánto tiempo más puedo aguantar.
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Pero sé una cosa.
Este año… me cuesta más mantener los ojos cerrados. Y creo que me está susurrando desde dentro de mí mismo… pidiéndome que abra los ojos.
Pasaron los años. Crecí. Fingí que todo había sido un sueño. Que los terrores nocturnos eran parte de una infancia rota. Nunca hablé más de eso. Me mudé lejos. Cambié de nombre.
Y juré no tener hijos.
Pero la vida se ríe de las promesas rotas.
Su nombre era Mima. Ojos grandes, voz suave, risa de campana. Cuando nació, supe que algo en el mundo me estaba dando una segunda oportunidad. O eso quise creer.
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Hasta que, a sus cinco años, dibujó algo.
Un retrato con crayones. Un rostro sin ojos, con la boca abierta de par en par, los dedos largos como ramas secas.
–¿Quién es? –le pregunté.
–La señora que me mira mientras duermo y sale de detrás de un marco –respondió.
Mi mundo se vino abajo en ese instante.
Tiré el dibujo. Quemé su cuarto. Nos mudamos.
Pero no sirvió de nada.
Las marcas comenzaron a aparecer en su piel. Raspaduras en la espalda. Uñas en los tobillos. Me decía que soñaba con una puerta vieja que se abría desde dentro de su armario, con voces que le cantaban nombres que no conocía.
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Hasta que una noche, desapareció.
Sin gritos. Sin ruido. Sólo el colchón hundido, una mancha negra, y su osito de peluche quemado.
No fui a la policía. Sólo fui a la casa de mi abuela. A la habitación del fondo. Me acosté en la cama. Cerré los ojos. Y recé para que volviera.
En vez de ella, vino otra cosa.
Soñé con un campo de ceniza blanca. Donde el cielo no tenía color, y todo flotaba sin tiempo. Allí estaba Mima. Descalza. Sucia. Sin ojos.
–Papá –dijo, con voz hueca–. Me dolió tanto...
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Caí de rodillas. La abracé. Pero su cuerpo era frío, rígido. No me devolvía el gesto.
–Me dijo que eras suyo –susurró.
Y entonces, detrás de ella, la vi.
La mujer del marco. Ahora más alta. Más presente. Hecha de carne, cabello y vacío.
–Te esperé treinta años –me dijo–. Sólo faltaba que tu sangre volviera a mí.
Y luego desperté.
Sólo que no era un sueño.
Porque la cama donde dormía estaba hundida. El colchón, quemado. Y en la pared, con letras negras y torcidas, estaba escrito:
«Ahora tienes que traerme otro».
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