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Mari y Priscila, ensayan la coreografía en la escuela de flamenco, situada en el corazón de Monachil. ALFREDO AGUILAR

La Mari de Monachil, la granadina que aprendió flamenco para vencer al ictus

Tras sufrir un duro golpe, la conocida frutera del municipio, convirtió el flamenco en su terapia particular y, a finales de junio, actuó en el Auditorio Jorge García Tudela. «Lo que ha hecho es sobrehumano»

Viernes, 12 de agosto 2022, 00:05

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A la Mari le dio un ictus mirando el mar. Sus ojos cristalinos se perdieron por dentro, inundando los afluentes del cerebro hasta bloquear el habla, el equilibrio y las fuerzas. Golpeada por un disparo fortuito y caprichoso, su vida dejó de ser lo que era. Ella, la frutera de Monachil, la niña de los Cahorros, la imparable Mari, convertida en una estatua de sal. Aquello sucedió el 14 de marzo de 2021. Semanas después, Gustavo Cuberos, su psicólogo, le dijo que era importante mantener el ánimo y no rendirse. «¿Qué te gustaría hacer?», le preguntó. Y ella, con la vista ausente y paralizada de los pies a la cabeza, respondió sin dudar demasiado: «Bailar flamenco».

Domingo, 26 de junio de 2022. En el Auditorio Jorge García Tudela de Monachil no cabe un alfiler. El espectáculo 'Flamenco desde el corazón' late de una butaca a otra, con gran expectación. «Para que os hagáis una idea de lo que vais a ver –dice Cuberos, subido al escenario–, os invito a que os pongáis unas gafas 3D, deis cien vueltas sobre vosotros mismos y, después, empecéis a bailar flamenco. Esto es lo que hace ella».

La Mari, en el espectáculo. R. I.

Las cortinas se abren y ella, la Mari, aparece hermosa, de gitana, sentada en una silla de enea, con las manos clavadas en las rodillas y la cabeza firme en el horizonte. Cuando el coro empieza a cantar lo de «mira, que mira y mira, mira que anda y anda», la Mari se arranca con las palmas y los tacones hasta que se levanta y pasea por las tablas, bailando con una emoción desbordante. Tres minutos después, vuelve a la silla y el público se pone en pie con una estruendosa ovación. «¡Guapa!», le gritan.

«De cómo entró por esa puerta a cómo está ahora... Lo que ha hecho es sobrehumano». Priscila Pérez (Granada, 1983) espera en su escuela de Flamenco, en Monachil. «Imagina aprender a bailar sin fuerza en los músculos, sin equilibrio, sin el sentido del espacio y viendo doble y sin poder enfocar. Era un reto para ella y ha sido un reto para mí. Pero qué reto más bonito». En el último año, Priscila ha dado clases de flamenco a la Mari tres veces por semana. «Empezamos trabajado el equilibrio, haciendo pequeños recorridos. Ella nunca se ha quejado y, cuando se caía, se levantaba con una risa». En ese momento, la puerta de la escuela se abre y entra la Mari, apoyada en Antonio, su marido. «¡Buenas, buenas!», canturrea.

La del Puntarrón

Carmen María Robles. A. A.

A Carmen María Robles (Granada, 1968) todo el mundo la conoce como la Mari, la frutera de Monachil, la del Bar Puntarrón. Tras el golpe del ictus pasó cuatro meses en rehabilitación, en el PTS, y de ahí saltó a la Asociación de Familiares y Afectados de Ictus Granada (Neuroafic). Allí, además de conocer a Gustavo Cuberos, trabajó con Ana Robles Lanuza, su fisioterapeuta. «Cuando una persona tiene un ictus –explica Robles–, lo primero que viene es un derrumbe de ánimo. Sin embargo, Mari quería recuperar el control de su vida. Es una paciente de lujo que contagia su entusiasmo». Cuando Mari le preguntó a la doctora Robles si sería buena idea lo del flamenco, ella le respondió: «Si te atreves y encuentras una profesora que coja el reto… de fábula».

Un ictus es una interrupción brusca del flujo sanguíneo en el cerebro y, aunque hay ciertos factores que pueden favorecerlo (tabaquismo, alcohol, sedentarismo, estrés…), lo cierto es que es una tómbola. «Le puede tocar a cualquiera», apunta Robles. «Hay que amoldarse a la nueva vida –añade– y enseñar al cerebro a hacer las cosas de otra manera. Y eso es una larga carrera de fondo».

A. A.

La carrera de Mari cogió ritmo el dio que llamó a la puerta de Priscila y le pidió que le enseñara a bailar. «¿Que si ayuda el flamenco? ¡Me cambió la cara! –exclama Mari, alegre–. Es una satisfacción grandísima. A mí el baile me ha gustado de siempre, pero nunca me había puesto. Me viene de mi papá, que le gustaba cantar». Entonces, emocionada, mira a su alrededor y sonríe a su familia: «No me puedo venir abajo ¿sabes? Tengo que tirar para arriba por Mari Carmen y Nanín, mis hijos. Y por Elba, Carmen, Hugo, Alejandra, mini Nanín y Julia, mis nietos. Y por Antonio. Sobre todo por Antonio, mi marido, que es mi pilar».

Hace media vida, Antonio Toro y Mari se enamoraron en las fiestas de Güejar Sierra. «En una de nuestras primeras citas me llevó a lo alto de Güejar y me dijo 'todo lo que alcanza la vista es mío' –ríe Mari a carcajadas–. Y luego me acercó a una central eléctrica y me dijo que era de chocolate, que por un tubo salía el negro y por otro el blanco. ¡Y me lo creí! –ríe otra vez, sin aire en los pulmones–. Ay… le quiero más que nada». Él, con lágrimas en los ojos, recuerda lo que sintió al ver a su mujer en el auditorio de Monachil. «Es un ejemplo de superación. Fue un decir ¡mirad, se puede!».

La Mari, rodeada de su profesora, su marido Antonio y su hija Mari Carmen, tras repasar su vida con el ictus A. AGUILAR

Aquel día, el de la actuación, cuando el público aplaudía con fervor, Mari se vino arriba y pensó «ahora voy a hacer un zapateo que lo van a flipar». Entonces perdió el equilibrio, se cayó y se hizo un esguince en la pierna. «¡Y yo empecé a reír! –termina, divertida– ¡Qué risa! ¡Me tuvieron que llevar a Urgencias y todo! ¡Y la gente gritando guapa y yo mientras reía y reía!». Ole, Mari. Ole, ole y ole.

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