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Ilustración: Laura Rico
Los días pasan volando para unas personas y se les hacen eternos a otras

Los días pasan volando para unas personas y se les hacen eternos a otras

Nuestro reloj interno siempre funciona a su manera, pero la pandemia ha acentuado nuestros desajustes en la percepción del tiempo

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Miércoles, 3 de marzo 2021, 19:06

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Las personas de cierta edad podemos llevar a cabo un ejercicio muy sencillo: si comparamos nuestros diez primeros años con estos diez últimos que acababamos de vivir, seguramente tendremos la impresión de que los de la infancia duraron muchísimo más. ¡Cómo nos cundía el tiempo entonces, cuando los veranos eran interminables y un año parecía una vida entera! Todos sabemos que los relojes y los calendarios son tozudos, inflexibles, y que un minuto siempre dura lo mismo que el anterior y que el siguiente, pero también tenemos muy claro que en nuestras cabezas el tiempo se vuelve caprichosamente elástico, que una hora puede acabarse en un suspiro o transcurrir con exasperante lentitud. La pandemia ha acentuado esos desfases en nuestra percepción del tiempo, con la peculiaridad de que se pueden escuchar versiones contrapuestas: más del 80% de las personas dice haber experimentado cierta distorsión en su sensación de cómo pasaban los días, pero para unos volaban y a otros se les hacían muy muy largos.

Nuestra manera de percibir el tiempo es un asunto que interesa a los científicos desde hace muchos años, pero aun así continúa envuelta en cierto misterio. «Existen varios principios. Uno son los ritmos: el tiempo es una dimensión única, un continuo, pero para estimarlo lo convertimos en unidades. El ritmo más claro es el de los días, y nosotros tenemos ritmos circadianos, con un ciclo que más o menos se ajusta a la luz del sol. Por otro lado, contamos eventos. Si estoy muy aburrido, sin nada que me interese, presto más atención a mis sensaciones corporales, a ese reloj interno que se supone que tenemos. Es como si estuviera mirando muchas veces la hora y entonces el tiempo se me hace eterno. En cambio, si me ocupo en algo que me absorbe, mi atención se va a eso y se me pasa el tiempo volando: no miras la hora ni analizas tus sensaciones cuando estás viendo una película buena», expone Juan Lupiáñez, del grupo de Neurociencia Cognitiva del Centro de Investigación Mente, Cerebro y Comportamiento de la Universidad de Granada.

Pero a ese punto de partida hay que añadirle un rasgo peculiar, ya que nuestras conclusiones sobre lo rápido o lo despacio que han pasado los días las extraemos a posteriori, a modo de balance retrospectivo. Y resulta que ahí las sensaciones se vuelven del revés: «Una cosa es el tiempo que recordamos y otra cosa es el momento en el que lo experimentamos. Un verano en el que estás trabajando, haciendo cosas muy tediosas, te dará la impresión de que el tiempo está pasando muy despacio, pero después no recordarás nada de ese verano, como si no hubiese durado nada. Una persona mayor que lleva una vida monótona puede decirte que los últimos diez años se le han pasado volando pero que cada uno de sus días dura una eternidad», apunta Lupiáñez. Seguramente, con aquel paraíso perdido de la infancia nos ocurre lo mismo: ahora nos parece que las jornadas nunca se acababan, pero entonces se nos pasaban en un pispás, sin enterarnos, tan ocupados como estábamos en nuestras cosas importantes de niños.

«Una persona mayor que lleva una vida monótona puede decir que los últimos diez años se le han pasado volando, pero que cada uno de sus días dura una eternidad»

Juan Lupiáñez

Numerosos estudios han confirmado la intuición de que el tiempo subjetivo se acelera a medida que envejecemos, una tendencia que está relacionada con la cantidad de recuerdos significativos. «En la infancia, la adolescencia y la juventud, la vida está llena de 'primeras veces'... Cada año de un niño es un año completamente nuevo, y después vienen el primer beso, el primer viaje al extranjero sin los padres, el primer sueldo...», enumera el investigador alemán Marc Wittmann. A partir de determinado momento, la biografía queda marcada por las rutinas y la memoria solo encuentra ocasiones esporádicas para archivar algún evento realmente importante. «Probablemente nuestros últimos diez años –añade Lupiáñez– han sido uno igual que otro: más que tener el recuerdo de diez años, tenemos el recuerdo de un mismo año multiplicado por diez. Los seres humanos subestimamos muchas veces las cosas que son iguales. Ocurre incluso cuando preguntas a la gente qué es más, si 22+22 o 21+23, que tienden a pensar que 21+23 es más, o con las líneas, que ven más pequeña la suma de dos líneas iguales que la de dos líneas desiguales, aunque en total midan lo mismo. Con el tiempo también sucede eso».

Los cambios del cuerpo

La pandemia, este tiempo en el que todos tenemos algo de ratones de laboratorio, ha impuesto una versión radical de esas rutinas, a la vez que revolvía nuestras emociones para hacer hueco al miedo, la angustia y la incertidumbre. En muchos casos, se han borrado las fronteras entre trabajo y ocio y han perdido importancia algunos marcadores culturales del tiempo, como el fin de semana. Todo esto ha desorganizado nuestro 'sentido del tiempo'. «Lo que sentimos como tiempo es algo que crea nuestro cerebro, aunque no se sabe dónde está ese segundero interno, cerebral. Una teoría es que el cerebro genera esa sensación de 'segundo' a partir de los estados del cuerpo. En un día tenemos hambre, no tenemos hambre, nos emocionamos, corremos... Todo eso va generando cambios en cómo respiramos, en la tensión muscular, en nuestra temperatura, y el cerebro dice: si en un día hay mil cambios, es que un día son mil unidades. En situaciones como la pandemia, dejamos de vivir eventos sustantivos, todos los días se vuelven iguales, nada nos apasiona, y a lo mejor solo experimentamos cien de esos estados: necesitamos diez días de esa forma de vivir para alcanzar los mil que antes 'duraba' un día. Y, cuando todo se ralentiza, el cerebro siente que el tiempo ha pasado más rápido», aclara Rafael Román, investigador del Centro de Investigación Mente, Cerebro y Comportamiento.

«Todos los días se vuelven iguales, nada nos apasiona, y a lo mejor necesitamos diez jornadas de esa forma de vivir para experimentar los mismos cambios que antes 'duraba' un dia»

Rafael Román

Pero, en todo esto, tienen un peso decisivo las emociones, tan personales e intransferibles, y también tan ingobernables en una situación sin precedentes como la que estamos viviendo. Por eso también podemos encontrarnos con el perfil contrario: «Hay emociones, como la ansiedad o la rabia, que son muy excitantes –detalla Román–. Los psicólogos decimos que tienen mucha activación, así que, como vamos muy rápidos por dentro, todo se ralentiza: es como cuando tropiezas, que esos diez milisegundos se hacen eternos».

«¡Pero qué mayor es ya...!». Sí, tener hijos nos acelera la vida

Es muy común, cada vez que llega el cumpleaños de los hijos, que los padres echen la vista atrás y comenten que 'parece que fue ayer cuando nació'. Podríamos pensar que, en cuanto los críos irrumpen en la vida, esta se acelera como si se hubiese lanzado por un empinado tobogán. Y, si atendemos al tiempo subjetivo, realmente sucede así: un reciente estudio realizado por investigadores alemanes y suizos ha comprobado que tener hijos hace que percibamos que los años han pasado más deprisa, al menos si atendemos a periodos largos.

Los autores han encuestado a más de 400 adultos de entre 20 y 59 años y les han preguntado su sensación sobre el ritmo al que han transcurrido los últimos diez años, el último año, el último mes y la última semana. Curiosamente, en estas tres unidades de tiempo más breves no se ha apreciado diferencia entre los que son padres y los que no, pero en lo referente a la década la frontera se dibuja de manera nítida: los que han estado criando a sus hijos sienten que ha pasado más rápido.

«Los resultados están claros, pero no tanto su interpretación. Una posible explicación estaría en la percepción de lo rápido que crecen los niños. En diez años atraviesan cambios dramáticos, no solo en su apariencia física sino también en sus capacidades cognitivas. Experimentar esos cambios tan llamativos, mientras los adultos cambiamos mínimamente, puede llevar a la percepción del tiempo acelerado», reflexiona Marc Wittmann, responsable del estudio.

«Una explicación alternativa es que a los padres les queda poco para sus propios intereses. El tiempo dedicado a su propia vida se reduce objetivamente», añade el profesor. Finalmente, ocurre también que, al tener hijos, se tiene la impresión de haber atravesado «un umbral» importante en la vida «y eso puede influir en nuestra memoria autobiográfica».

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