Volver a las orillas
Relato de verano ·
Fermín anguita fortes
Martes, 4 de agosto 2020, 00:45
Cuando mi padre anunció que había alquilado una casa para los meses de verano, a doscientos metros de la playa, no imaginaba cómo aquello influiría en mí para toda la vida.
La vivienda, a pesar de haber sido construida en los años cincuenta, era de las más 'nuevas' de un barrio playero pobre y destartalado; con más de medio centenar de chabolas y casuchas donde vivía gente muy humilde, sin carretera asfaltada, con tres tristes farolas de bombilla pelada y una rambla polvorienta que lo atravesaba desafiante.
Pero la cercana orilla de arena lo convertía en un lugar especial, de pincelada nostálgica y olor a tradición marenga. A la playa apenas venía más gente que la que cabía en los insufribles autobuses que la conectaban con la ciudad, situada dos kilómetros tierra adentro en medio de otro mar de caña de azúcar, tomates y papas.
Con seis años comencé a llamarla 'mi playa'. Y hoy continúa siendo 'mi playa', pese a que ya no reconozca en el lugar más que aquello que me siguen mostrando los sueños infantiles y adolescentes, en los que mi capacidad de evocar quedó varada suavemente… como las barquichuelas que los pescadores pobres de mi barrio dejaban, cada atardecer, sobre las arenas oscuras del rebalaje.
Junto a mi casita se extendía aquel orbe de 'chocillas' donde lo normal era ver a las mujeres cocinando fuera, utilizando un hornillo, y a los críos corriendo desnudos… las niñas siempre con una faldita sucia, pero los niños con sus 'gurrinillas' al aire; aunque, unas y otros con la felicidad dibujada en sus caritas morenas adornadas con un pelo extraordinariamente rubio. Pensé entonces (y lo pienso ahora) que existe un color rubio-pobre que delata lo que ahora llamamos exclusión, pero que es un distintivo de humildad, sencillez y transparencia de alma.
Cada vez que iba con mis hermanos a la playa, cruzábamos ese poblado en el que la miseria se exhibía dicharachera, comunal y solidaria. Hice allí mis primeros amigos y cuando iba a buscarlos, por las mañanas, alguna madre decía a gritos (entre risas) la sempiterna frase que quedó grabada en la retina de mi corazón: «¡niiiño… que ha venío a recogerte el hijo de los señoricos!». Los 'señoricos', mis padres, eran un ama de casa y un trabajador de la fábrica aunque a toda la morralla infantil jamás nos afectó estar a un lado u otro de una imaginaria línea social que siempre me importó un carajo.
Eso sí, mi bici de paseo era un vehículo indispensable para nuestras correrías por las calles indefinidas y de tierra batida de aquella barriada; siempre llevando a algún mocoso sentado en la parte de atrás y agarrado a mi cintura como una lapa. No ganábamos para comprar chanclas que terminaban gastadas a base de frenar con los pies… ni para seguir disfrutando de la vida en estado puro, a bocados salados.
Y, para dar más color a aquel lienzo humano, en una de las chozas un hombre tenía sueltos tres patos blancos gordos y muy sucios. Se comportaban como perrillos que salían corriendo y dando chillidos detrás de cualquier chaval que pasase junto a ellos. A mí me daban pavor y los esquivaba dando un rodeo junto a la casilla de Maduba, un viejecillo obsesionado con la limpieza que se pasaba el día quitando chinorros del descampado que existía en torno a su casa y que maldecía, con toda suerte de improperios ininteligibles (bueno, sí… recuerdo aquel impactante «¡El Dios que te parió parío!»), a quien osase tirar un papel de caramelo a menos de cien metros de su puerta.
Todo era natural y espontáneo. Una vez, en las fiestas del barrio, inventaron un concurso infantil donde los niños tenían que meter la cabeza en una palangana llena de agua y leche. El premio eran las monedas que pudiesen coger con la boca en el fondo. No imagino la que se liaría hoy si se organizase algo así. Y para espanto de la cola de críos que esperábamos turno, uno de los niños sacó la cabeza del agua con un duro entre los dientes y una mocarrera terrible y verdosa colgando de la nariz, por lo que se suspendió el evento.
Con el tiempo, todos nos fuimos haciendo grandes, sumando veranos de solaneras y gamberradas, cámaras de rueda de camión para navegar por las orillas, noches a cielo raso hablando de cosas de miedo, construyendo 'casicas' con el cascajo sobrante de las obras de los apartamentos o iniciando los primeros e inocentes tonteos amorosos.
Me fui poniendo tan negro como la chiquillería pobre de mi barrio y mi pelo, al tazón, comenzó a brillar, pero más por el reflejo de la limpieza de espíritu de aquella recua de niñacos que, aún sin horizonte, estaban henchidos de libertad.
Aquel barrio desvencijado fue cambiando al parejo de nuestros estirones núbiles. Las 'chocillas' irían desapareciendo en silencio y pronto llegarían las viviendas sociales. Pero el escaparate humano siguió fiel a la herencia de años de humildad y carencias. Cambió la forma, pero no el contenido.
Fue, entonces, cuando conocí a un matrimonio viejo y arrugado. Ejemplo de tantos que no dejaron más rastro que este recuerdo: él era 'cieguecico' y a ella le faltaban todos los dientes… pero ¡cuánto amor entre los dos! O aquella feliz, joven y pobre recién casada que, verano tras verano, iba siempre a la verbena del barrio oliendo a jabón, repeinada, con maquillaje forzado y con el mismo vestido pasado de moda, cada vez más descolorido, pero extremadamente limpio y que resumía en su estampado un compendio de la dignidad de los humildes.
Me llegaron, entonces, los besos furtivos y a escondidas en noches iluminadas por las nuevas farolas del barrio marengo, reconvertido en portal turístico de la playa de mi niñez, en la que aprendí a vivir sin ataduras. El mismo lugar donde, por lejos que esté ahora, no hay día en que no moje mis pies en sus orillas eternas.
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