Viaje en el Transagónico
Relato de verano ·
isabel maría ruiz zamora
Martes, 25 de agosto 2020, 08:58
Había ido replegándose hacia reductos de conciencia cada vez más limitados y estables, abandonando estratégicamente aquellos otros, dañados por el disolvente paso del tiempo, cuya defensa hubiera supuesto el colapso definitivo. Y ya estaba instalado en el último bastión, en el corazón de la ciudadela, a un paso del final, de la derrota por estrangulamiento.
Aún quedaba en la petaca suficiente tabaco para liar un minúsculo cigarrillo. El sol se despedía desde la cumbre más alta del verano de 1935 con una penumbra gozosa que, en lugar de anunciar la inminente caída de la noche, proclamaba el inexorable retorno de un día repuesto en su fuego máximo tras un ligero reposo. Pero ese amanecer estaba ya fuera del trayecto que le quedaba a Pedro Caín para llegar a la meta. Él era uno de los pocos seres humanos que tenían el privilegio de saber la fecha exacta de su muerte. Por eso había subido a lo alto de aquel monte pertrechado solo con lo estrictamente necesario.
Estaba tendido sobre un áspero lecho de aulagas y alhucemas esperando la señal para encender el pitillo y dejar caer el fósforo que prendería su pira y lo convertiría en una tenue estrella perfumada que se iría desvaneciendo sobre la cresta de la sierra. Llegado el momento, cerró los ojos y soñó un sueño sin contornos ni raíces.
En su vuelo rapaz atravesó la cortina del tiempo y se posó en un día remoto de su infancia. Descendía fuego del cielo y las hojas de las hortalizas agonizaban sobre los terrones resecos: había olvidado cerrar durante la noche la trampilla de la alberca y toda el agua se escapó hacia los arenales que bordeaban el bancal. Su hermano Pablo lo contemplaba con ojos borrosos bajo la tormenta de latigazos con que su padre hacía brotar de sus espaldas un agua roja que, si bien no servía para regar el campo arruinado, tenía la dolorosa virtud de lavar la culpa del causante del desastre. Aquella mirada indiferente de Pablo anidó como un tumor maligno en un rincón del cerebro de su hermano que, pese a intentarlo, no consiguió extirpar jamás.
Murió el padre y los hermanos se repartieron la hacienda del viejo justiciero. El bancal se dividió equitativamente, según la voluntad del progenitor, pero la alberca y su agua fueron para Pablo. Los dos hermanos se convirtieron en frutos distintos: el gemelo de secano y el gemelo de regadío, el hermano pobre y el hermano rico.
Durante aquel estío habían llegado a este confín del mundo barruntos de una contienda lejana. Se sabía, sin saber exactamente por qué, que algo se iba a romper con estrépito, pero allí la vida seguía igual. Mientras la venta de tomates y habichuelas le permitían a Pablo meter en el establo una vaca y varios cerdos, el trigo de Pedro apenas daba para amasar un pan diario. Poco le importó la diferencia de fortuna, el muro de odio que sentía hacia su difunto padre impedía que la envidia lo desbordara y se proyectara sobre su hermano. Así sucedió durante un lustro, pero ese muro empezaba a resquebrajarse y la mirada cómplice del hermano cuando los trallazos del viejo le rasgaron la piel empezó a titilar entre las tinieblas de su memoria.
Fue el tercer día de agosto. Esperó a que anocheciera y a la luz maligna de la luna llena limpió el cañón de su escopeta y engrasó todos sus resortes. Aguardó el alba como si fuera un túnel hacia el infierno. Se calzó los tamangos, dio la vuelta a la estampa de la Virgen, metió la biblia en el cajón del pan y, con el arma cargada y amartillada, se apostó tras el vallado de zarzas que protegía el rodal de lechugas. Enseguida apareció Pablo, que agarró el amocafre y se agachó sobre el surco. Pedro apuntó con pulso firme. Retrocedió unos pasos buscando un mejor ángulo para el tiro y, sin esperarlo, sintió el agua de la acequia mojándole los pies. Se le aflojaron los músculos del corazón, estaba llorando.
Dos días más tarde lo intentó de nuevo. Cambió ligeramente de estrategia. Convidó al hermano a cazar codornices en su rastrojera. La perra Sultana, una setter irlandesa, cayó en posición de muestra. Pablo levantó el cañón de la escopeta hacia el lugar donde esperaba que el ave alzara el vuelo y Pedro apuntó, al mismo tiempo, hacia la nuca de su hermano. Sonó un solo tiro y hubo una sola víctima. Sultana, dócil y generosa, trajo a los hermanos el cuerpo de la codorniz, aún palpitante.
Esa noche, Pedro, en la soledad de su cubil, abrió el cajón de la mesa, sacó el libro cautivo y lo depositó sobre el tablero. Aguardó. Maulló el gato, ladró la perra y ululó el búho. Entonces abrió,al azar, el tomo desencuadernado y leyó a trompicones: «Si tu ojo te escandaliza, arráncatelo... Si tu mano te hace pecar, córtala y tírala». Ahora solo faltaba saber el lugar adecuado donde poner fin a su angustia. Miró por la ventana y vio que la cara de la noche estaba recostada y sonriendo en la cima del monte Canete. Lo estaba invitando, sin duda, pero oyó su nítida voz retumbar por los amplios laberintos de su locura: «No, mañana. Antes tienes que hacer algo».
Después de la hora de un almuerzo que no tomó, se echó un saco al hombro y salió de la casa. Se despidió de su hermano abrazando sus hombros y besando sus cabellos. «Me voy de viaje, tiene que haber un lugar para mí mucho mejor que este». Antes de ascender la ladera del monte cavó un hoyo profundo con el azadón que llevaba en el saco, desmontó la escopeta y la sepultó para siempre. Sobre ella colocó un plantón de olivo y lo regó con el agua de la cantimplora que había llenado en la alberca. Liberado ya de todo peso, llegó a la cumbre con tiempo suficiente para realizar los preparativos del sacrificio.
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