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Un verano sin libro electrónico

Lo que llevo en mi maleta ·

La afición a la lectura, que se había vuelto demasiado cara para el sueldo de mis padres, les obligó a llevarme en procesión cada fin de semana de verano por las bibliotecas públicas de la ciudad

Juanjo Cerero

Granada

Lunes, 24 de agosto 2020, 23:39

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Al menos la mitad de los noventa pertenecieron todavía al mundo antes de Amazon. Ahora resulta cada vez más difícil recordar cómo funcionaba todo entonces, y pronto intentarlo se habrá vuelto como imaginar un mundo en el que todavía no había coches por todas partes. Los veranos para un niño eran una sucesión de días, entre plácida y aburrida. La mayor suerte que te podía tocar es que ese año hubiese mundial de fútbol o juegos olímpicos. Si eso pasaba, se tragaba uno con fruición horas y horas de ejercicios de natación y gimnasia como si a uno eso le interesase lo más mínimo. Si no, la calor te obligaba a estar confinado en casa hasta al menos las ocho y media de la tarde, salvo valentía ejemplar, entregado a las pocas bondades de la programación veraniega de las televisiones, que entonces era claramente de peor calidad que la de temporada escolar; hoy resulta cada vez más complicado encontrar alguna diferencia.

Yo ya tenía mi primer ordenador, un Amstrad de los que todavía venían con un lector de cintas de casete. Tenía tan poca memoria que para poder arrancar algunos de los juegos que existían para la plataforma tenías que 'programarlos' siguiendo las instrucciones de un libro gordísimo cada vez que los ibas a poner en marcha. Salía poco a cuenta. Así que en realidad acababa uno pasando los días entregado a la otra pasión de mi infancia: los libros. Los devoraba sin criterio ni solución de continuidad, pasando con menos de diez años de una novela ambientada en la historia de Tiburón de Spielberg a Love Story («tenía veinticinco años y era hermosa», creo que nunca olvidaré el arranque de ese libro) pasando por Isaac Asimov o Jiménez del Oso. Básicamente, todo lo que pudiese encontrar en cualquier rincón de la casa de mis padres.

Eso sí, nunca era suficiente. En concreto, mi viejo estaba ya harto de mí. «Me estás costando la ruina en libros», decía medio en broma cuando llegábamos a cualquier gran superficie para hacer las compras de la semana y yo me iba directamente a señalar los estantes donde estaban las novedades editoriales. Así que a mi madre se le ocurrió que la mejor solución era apuntarme a todas las bibliotecas públicas que quedasen en un radio de veinte kilómetros a la redonda y hacer que mi padre, que me imagino que tuvo que poner a punto la paciencia, dedicara las mañanas de los sábados a llevarme en el coche a todas por orden, a coger todo lo que nos dejaran y devolver lo que nos habíamos llevado la semana anterior. Que recuerde de memoria, raro era el día que no pasábamos por al menos tres, y llegábamos a casa con más de una decena de libros que rara vez sobrevivían más de siete días.

Las bibliotecas eran para mí entonces un lugar mágico, en el que podía encontrar las dos cosas que más me gustaban en el mundo: libros, muchos libros, una cantidad inimaginable de libros, y mucho silencio. Y, en algunos casos, incluso un aire acondicionado encendido que permitía sobrellevar la mañana con más brío mientras leía, fila tras fila de ejemplares, títulos y más títulos de obras esperando a que alguna me llamase la atención.

Hoy es todo más sencillo y no hay que coger el coche. Un par de clics y decenas de libros llegan en un santiamén al libro electrónico. Pero, como ocurre también en otros menesteres, a veces lo fácil es también muy aburrido.

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