Veinte duros para las máquinas
Lo que llevo en mi maleta ·
El verano es esa época del año en la que habitualmente hacemos cosas que durante el resto del curso no entran en nuestra rutina. En mi caso, era jugar a las recreativas en el chiringuito de La MamolaAntonio Sánchez
Granada
Miércoles, 26 de agosto 2020, 23:40
Finales de agosto. Cinco de la tarde en la playa de La Mamola. Mis padres y mis abuelos comienzan a empaquetar las decenas de bultos con las que se ponía fin al momento álgido de las vacaciones y ahí estaba yo, tocando las narices como habitualmente: «¿Me das veinte duros para las máquinas?». Una tarde más repetía esa frase que toda la familia temía porque nadie se atrevía a decirle que no al niño. ¿Y para qué eran esos veinte duros? Aguarda.
El verano es esa época del año en la que habitualmente hacemos cosas que durante el resto del curso no entran en nuestra rutina. Y en el caso de aquel chaval gordo que no alcanzaba el metro y medio de altura era el momento de disfrutar de las máquinas recreativas. «¿Es que no había maquinitas en Granada, Antonio?», os preguntaréis. Claro que las había, pero con diez años era mucho más sencillo pedir veinte duros en la playa y andar dos minutos al chiringuito que moverse desde el final de La Chana hasta esos bares 'de mayores' en los que eras el último mono.
Por ello cada día de agosto ponía la mano con cara de pena para intentar obtener la recompensa. Habitualmente caían los veinte duros, otras veces me tenía que conformar con cinco, esa moneda agujereada que no daba para tanto disfrute, pero que era más que nada. E incluso otras veces había quien te soltaba 200 pesetas. Ese era día grande del verano.
Con más o menos dinero recorría feliz los doscientos metros que separaban el apartamento de verano de la familia del restaurante Onteniente, en el que me esperaba ese mamotreto que me sacaba dos cabezas, pero me permitía disfrutar como un enano durante varios minutos.
El ritual siempre era mismo. Caminaba por la calle interior del pueblo, torcía a la izquierda y luego a la derecha en la manzana del chiringuito y entraba. Al fondo a la izquierda –antes de que reformaran el restaurante– se encontraban las máquinas recreativas. Habitualmente había dos con juegos distintos y no había que hacer cola. ¿Quién iba a estar a las cinco de la tarde en pleno agosto delante de la maquinita? Nadie, evidentemente. Excepto yo.
Ahí empezaba la aventura. Sin forzar mucho la memoria recuerdo grandes tardes jugando a Street Fighter II. Normalmente era Ryu y haciendo gala de mi poca destreza con los botones siempre repetía el mismo ataque, lanzando la bola de fuego azul contra el rival. Luego estaba el Pang. Era tan tonto como excitante explotar pelotas que botaban sobre tu cabeza y que se dividían y multiplicaban hasta que siendo minúsculas podías destruirlas.
Y, por supuesto, la felicidad era completa si ese mes de verano estaba Metal Slug X, que era como Fornite, pero sin bailar cada vez que matabas al malo. Te soltaban en un paracaídas y ahí tenías por delante una pantalla de desplazamiento lateral en la que tu personaje estaba solo contra todos los enemigos que había por delante. Nunca gané. Y el avance en el juego era directamente proporcional a los fondos que había obtenido. Con 25 pesetas, que daban para una partida, era prácticamente imposible avanzar más allá del segundo nivel. Con veinte duros, el reto adquiría más interés, ya que se podía volver a empezar hasta tres veces en el punto en el que el personaje hubiera muerto. Eran aquellos años en los que el guardado en un juego no era automático y en los que era más seguro y divertido llegar con veinte duros para las máquinas.
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