¡Que vayas con Dios, amigo!
Relato de verano ·
ángel madero pérez
Domingo, 23 de agosto 2020, 09:26
Han pasado casi dos meses desde la mañana en la que escuché la noticia de la muerte de mi querido Michael Robinson. A pesar de que era previsible, me cayó como un jarro de agua fría: como si fuese un familiar cercano. Y es que, para mí, en parte, lo era. Sin embargo, las lágrimas no inundaron mis mejillas hasta el momento en el que escuché las voces de sus compañeros de profesión y de sus amigos a través de la radio: me acordé de la maravillosa jornada que pasé a su lado, hace apenas un año.
Desde la primera vez que lo vi, a través de la televisión, en el programa 'El día después', se convirtió en uno de mis referentes. Su sonrisa perenne y su marcado acento inglés me cautivaron. Con el paso de los años, mi pasión por el fútbol fue disminuyendo, aunque si veía algún partido, solo lo hacía si el inglés lo comentaba: si no, no me interesaba.
Un día, por casualidad, me enteré de que Robin, apelativo cariñoso con el que le llamaban sus amigos, conducía un programa de radio sobre el lado humano del deporte: Acento Robinson, emitido a la una del mediodía durante los domingos. Reencontrarme con aquella voz me supuso un bálsamo. A partir de ese momento, no me perdí ninguna de las emisiones. Se convirtió en uno de mis refugios, despertando en mí un aluvión de sensaciones tan contradictorias entre sí como la tristeza y la alegría. Pero, aun así, siempre acudía al encuentro radiofónico.
Al final de cada programa, Michael se despedía de su audiencia con la misma frase: «¡Que vayan con Dios!». Esas pocas palabras suscitaban en mi cabeza una idea que luego desechaba: escribirle una carta para expresarle todo lo que él significaba para mí. Pero, como digo, siempre lo dejaba para otra ocasión. Las semanas pasaban y yo seguía sin decidirme, hasta que supe, a través de una entrevista, que le habían diagnosticado un cáncer. Lo que no me esperaba es que se tomase la molestia de contestarme y, mucho menos, que me invitase al estudio para que nos conociésemos. ¡No me lo podía creer! Pero era real.
Fue una experiencia que nunca olvidaré. Él se mostró de una manera tan cercana que me impresionó: era tal y como yo lo imaginaba. Tras la emisión del programa, me invitó a comer en un bar cercano a la sede de la emisora. La sobremesa se alargó hasta bien entrada la tarde, repleta de risas y anécdotas: entre ellas, su pasión por el Cádiz Club de Fútbol.
Al terminar nos hicimos una foto y nos fundimos en un fuerte abrazo. Añadió mi número en su agenda de contactos y me prometió que, en cuanto el trabajo se lo permitiese, vendría a Granada. Sin embargo, el cáncer se lo llevó antes de tiempo.
A pesar de la tristeza que me invadió, también sentí cierto orgullo de haber podido hablar un rato con él: no todo el mundo tenía una carta escrita por Michael. Siempre lo recordaré.
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