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La travesía

Relato de verano ·

Un día, cuando el manto oscuro de la noche cayó sobre la ciudad, fui la hoja que se separó de su rama y fue arrastrada por el viento

lara pozo romera

Sábado, 25 de julio 2020, 00:29

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Mi existencia había sido igual desde el principio. Se limitaba a estar pegada a mi rama, junto a mis otras compañeras hojas, en un árbol de una calle estrecha. A veces algunas de mis compañeras eran separadas y arrastradas por el viento más allá de lo que conocíamos.

La única actividad con la que me entretenía al cabo del día era observar a esos seres extraños llamados humanos. Los observaba pasear junto a otros humanos, pequeños y grandes; sentarse en unas sillas en unos locales abiertos comiendo y sin hacer nada durante horas. Siempre me resultaron muy curiosos estos humanos, eran imprevisibles y hacían que cada día nunca estuviese sumergida en la rutina.

Todas las noches, uno de estos humanos se tumbaba en el banco que había cerca de nuestro árbol a dormir. Nunca entendí el comportamiento de este sujeto, ¿por qué era el único que dormía bajo el cielo? ¿Había más como él o era el único? Algunas veces, otros humanos se acercaban a él y le quitaban sus cosas, lo golpeaban o simplemente lo insultaban con palabras lo bastantes fuertes como para hacerle llorar después. ¿Por qué lo molestaban? Él no se había acercado a ellos, entonces, ¿qué les hizo acercarse? Otro misterio más que no podía resolver sobre los humanos.

Un día, cuando el manto oscuro de la noche cayó sobre la ciudad, fui la hoja que se separó de su rama y fue arrastrada por el viento. Al principio, estaba excitada, nunca había visto nada que no fuese la calle donde se encontraba mi árbol. Luego, una sensación de miedo se enredó en mí. Todo lo desconocido se mostraba ante mí sin contemplaciones. Había muchos humanos. Muchos. Algunos solos, otros en grupos. De repente, golpeé algo invisible y fui arrastrada hacia delante por una fuerza extraña. Ante mí, dos humanos mayores se encontraban sentados en una especie de caja de metal con ruedas. Ambos mantenían las manos unidas encima de una palanca gris. La mujer miraba cálidamente al hombre que miraba al frente, aunque algunas ocasiones lanzaba algún vistazo hacia ella. Mantenían una sonrisa en sus caras todo el tiempo. ¿Qué les haría mantener ese gesto? La mujer movió la mano, que no tenía unida con la del hombre, hacia la cabeza de este y le apartó cuidadosamente el pelo que caía sobre sus ojos, mientras yo observaba cómo esos ojos adquirían un brillo peculiar. ¿Había sido por el gesto? ¿Era esto a lo que los humanos llamaban amor?

Cuando la caja de metal hizo un giro, el viento volvió a golpearme y fui arrastrada por las calles de la ciudad. Continúe observando cada detalle que encontraba y, sobre todo, a los humanos. El viento cesó y fui depositada en un parque, donde respondí a unos de los grandes misterios que tenía sobre los humanos. Por la noche, varios humanos ocuparon los bancos dispersos que se encontraban en el parque. No hablaban entre sí, pero llevaban un espíritu triste y desganado con ellos que los obligaba a mantener la cabeza agachada y una mirada sombría, sin vida. Era la prueba de que el hombre de mi calle no era el único que dormía bajo las estrellas.

Por el día, el ambiente cambió drásticamente, ya que, un montón de humanos pequeños llenaron el parque. Corrían, gritaban, se peleaban entre ellos, pero siempre mantenían una sonrisa en su boca, incluso cuando se caían al suelo y lloraban, acababan sonriendo al poco tiempo. Parecía que eran incapaces de mostrar otra emoción que no fuera una alegría permanente e inocente. ¿Qué era lo que les diferenciaban de los humanos grandes, quienes mantenían la mayor parte del tiempo el entrecejo fruncido o de los hombres que dormían por la noche?

Una sombra me cubrió por completo y, entonces, me percaté de la pequeña humana que se encontraba de pie ante mí. Se agachó y agarró una compañera hoja de mi lado, la inspeccionó durante unos segundos y volvió a depositarla suavemente en el suelo. Repitió tal acto varias veces hasta que llegó mi turno. Me tomó entre sus dedos, me inspeccionó durante un rato, pero en vez de dejarme en el suelo sonrió ampliamente, sus ojos adquirieron un brillo y corrió conmigo hacia uno de los bancos. En él, una mujer hablaba con un pequeño rectángulo pegado a su oreja, la pequeña intentó hablar con ella, pero no obtuvo ningún resultado. Después de un tiempo, la pequeña se rindió y sonriendo me depositó entre las páginas de un artefacto que más tarde sabría que se llamaba libro, aún con la sonrisa en su rostro pude ver cómo sus ojos perdían ese brillo peculiar antes de que cerrase el libro y la luz se apagase.

Durante los siguientes años, seguí junto a Kristal, la pequeña del parque. Seguía manteniendo mi lugar entre las páginas, pero de otros muchos libros. A pesar de la alegría que había sentido mientras el viento me trasladaba de un lado a otro, con Kristal era feliz, o lo que intuía que los humanos entendían por felicidad. Había respondido a muchas dudas que tenía sobre los humanos, pero a la vez había creado otras. Kristal era la que me enseñaba el mundo junto con sus libros. Íbamos al parque, a la biblioteca, a su escuela y otros lugares que visitaba. La había visto llorar, como al hombre del banco, después de que sus padres le gritaran, y a partir de esto comencé a entender los sentimientos humanos, como el odio. Pero siempre me impresionaba la calidez con la que me miraba Kristal después de tantos años al encontrarme dentro de un libro. Es entonces cuando me planteé la pregunta más difícil sobre los humanos. ¿Por qué Kristal me profesaba toda esa admiración? ¿Cómo podían admirar con tanta calidez una hoja, pero llegar a odiar a otro ser de su especie?

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