El traje morado de la abuela
Relato de verano ·
josé antonio garcía lópez
Martes, 4 de agosto 2020, 23:25
Con poco empeño consiguió que los Reyes Magos le trajeran la novedosa bicicleta de la marca Orbea. Era la atracción de los niños del pueblo, verlo dar vueltas en la plaza de la Iglesia, lugar más alejado que le estaba permitido retirarse del cercano hogar familiar. Vivía en la casa labriega de los abuelos maternos, con su padre, secretario municipal, alto, delgado y tan pulcro que resultaba presumido, y su pálida y enfermiza madre de rasgos suaves y mirada perdida. Cuando lo bautizaron no lloró y el cura fue, después, un modélico padre de familia, por lo que hacía frecuentes viajes a la capital sin que por ello desatendiera la parroquia. Sus padrinos fueron un matrimonio de viudos, tíos suyos, entregados a una vida ostentosa.
En la calle principal del pueblo convivían una serie de artesanos trabajando en el portal de sus casas. El alpargatero, comunista, punto de mira del sargento de la Guardia civil; el zapatero remendón, que confeccionaba elegantes botines de montar y se reservaba sus opiniones ante los adinerados compradores; el sastre, tan bien posicionado que empleaba a cinco costurerillas, pero tan desgraciado que su mujer lo engañaba con un ricachón del pueblo al que él mismo cosía; sus amigos, creyendo hacer un bien, le informaron de la situación y el pobre sastre no encontró mejor opción que la de ahorcarse; el confitero, que elaboraba riquísimas bizcochadas cubiertas de merengue, ante el espanto de las madres que lo tenían por hombre sucio y descuidado, o el vendedor de tejidos, de pésimo gusto, cojo y con un arrogante trato a la clientela masculina y comedido amaneramiento con la femenina. A estos oficios había que añadir locales de hojalatería, talabartería, tabernas, posadas, comestibles, estancos, droguería, mercería y despacho de vino.
Su establecimiento preferido era una barbería donde se reunían los anarquistas; todos sabían leer y escribir. Allí acudía y se maravillaba oyendo la lectura en alta voz de sus doctrinas, sus periódicos y sus libros. Un día mientras oía leer 'Tierra y libertad', entró en la barbería el famoso sargento acompañado de una pareja, y a bofetones y culetazos los echó a todos, obligando al dueño a cerrar. Le advirtió de la inoportunidad de su estancia en la barbería junto a los anarquistas, y que si lo volvía a encontrar entre ellos se acordaría de él para toda su vida. El miedo que cogió al sargento y la reprimenda de sus padres hicieron que no pisara más la barbería.
El abuelo era un consumado caballista y certero cazador; su pasión por la caza lo llevó a frecuentar monterías en los cotos de Sierra Morena. Alto, de fuerte complexión, se levantaba antes del amanecer y lo primero que hacía era tomarse una copa de aguardiente, para quitarse el gusanillo. Se dirigía después a las cuadras para comprobar que los mozos habían echado el grano y la paja, al ganado, en su justa proporción. Volvía al comedor a tomar el desayuno preparado por las sirvientas. A continuación se presentaba en el patio donde se oía el vocerío de manijeros, pastores, gañanes y cuadrillas de hombres que salían por el ancho portón con las yuntas de mulos con arados y los carros tirados por mulas con collares de campanillas. Daba órdenes con autoridad. Era un hombre de genio, de carácter irascible, con fama en el pueblo y en el ámbito familiar, aunque preferían ignorarla, de pecador, pues tenía una amante. Al nieto preferido le gustaba visitar la casa perversa del abuelo, si bien la mantenida había perdido todo atractivo, si es que alguna vez lo tuvo. Cuando el abuelo lo estimó oportuno se marchó a la otra casa y al poco tiempo del pueblo. Todo ello acompañado de la ruina material y de espinosos problemas familiares.
Su abuela era bella, menuda, de facciones delicadas y tez blanca. Ojos negros, de mirada inquieta, insegura, aturdida por lo que ocurría a su alrededor. No era demasiado afable con el nieto, ni con nadie, y se pasaba el día leyendo biografías de mártires o rezando, cuando no estaba en la Iglesia. Había un signo trágico en su nombre, como si la heroína granadina marcara a las mujeres que lo llevaban. Aquellos ojos del viejo retrato que siempre anduvo por su casa miraban intensamente, parecían tener vida, seguían al nieto y en sus pesadillas nocturnas aparecían de manera constante. Todo ello fue anterior al conocimiento del trágico final.
Un fatídico día se apoderó de ella el horrible vacío que ha de conducir al suicidio. Con cierto regodeo en sus preparativos, tomó la decisión. Se puso un traje morado y se compuso como para una fiesta, con sus mejores galas; se trataba del gran encuentro, deseado y decidido. Salió al patio de la casa. No causó mucho asombro a las criadas que estaban acostumbradas a aquellas reacciones que revelaban su estado mental. Una vez en el patio bebió de una botella, roció su vestido con el resto y al poco una tea competía con el sol. Su hija, que salió en su busca, gritaba y lloraba ante el horror. Aterrorizados, los criados intentaron apagar aquel fuego sin lograrlo. Este hecho marcó para siempre a su hija y determinó su carácter, y su influencia sobre el de sus hijos.
El niño fue testigo de la ruina familiar. La prosperidad se fue desmoronando, aunque alguna joven mantuvo la ilusión de verse deseada por cualquier apuesto mozo que la liberase de la lenta agonía de tierras embargadas, deudas y deserción de sirvientes. Resurgieron rencillas familiares de antaño, motivadas por algún amor prometido pero no correspondido.
Su personalidad fue prefijada por las personas que lo rodearon en la infancia. Siendo adulto, si bien había conseguido practicar una de las virtudes más saludables del hombre, cual es el olvido, algunos lugares y acontecimientos quedaron suspendidos en la memoria y se preguntaba por qué tienen que supeditar nuestras vidas episodios que presenciamos como forzosos espectadores.
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