La sonrisa de Plaza Larga
Las mañanas en este maravilloso rincón albaicinero son un regalo para el verano y para la vida
Hay un abuelo leyendo en una sombra de Plaza Larga. «Soy abuelo y así me defino», sonríe. «Y me llamo Manolo». Entre sus manos tiene un ejemplar de 'La sonrisa etrusca', de José Luis Sampedro. Cuenta que lo leyó hace tiempo, cuando todavía no podía imaginar lo que era ser abuelo. «Ni el cáncer. Tampoco podía imaginar qué era el cáncer. Pero también te digo que nadie entiende las cosas hasta que las cosas le alcanzan a uno». Habla de su hermano, que murió por un bicho en el pulmón o una 'rusca', como dicen en la novela. «Así que hay que vivir hasta el final. Entre otras cosas porque uno no sabe cuál es el final. Hay que disfrutar de los amigos, de la familia, del fútbol y de los nietos, sobre todo de los nietos». Luego se levanta y se acerca al colorido puestecillo que reina en el centro de la plaza. «Y de la fruta también. Sobre todo de la que es de verdad y no viene envuelta en plástico».
Plaza Larga es el pulmón del Albaicín. El aire entra y sale disparado por el Arco de las Pesas, las calles Agua y Panaderos, y por la Cuesta Alhacaba. Por la mañana, a primera hora, el mercado de fruta es un regalo para el verano. «La sandía está buenísima», avisan. «Luego mando al niño a por una», responde Eusebio, que, apoyado en su bastón, levanta los hombros en un gesto elocuente. Por la plaza hay niños, pero pocos. Muy pocos. Casi ninguno, más bien. La mayoría son jubilados que recuerdan un barrio muy distinto. «Mis hijos se fueron al centro. Una lástima, pero lo entiendo. Aquí estamos aislados», lamenta Carmen, que se lleva un kilo de melocotones.
Conforme pasa la mañana, la plaza se llena de turistas. Los hay tan silenciosos y respetuosos que pasan como una hoja flotando en la acequia. Pero también hay corpúsculos ruidosos y sucios, despedidas de solteros y maleducados que pisan el barrio como si fuera un Disneyland de colas, vasos de refresco con pajitas retorcidas y venta de fotos al final de la atracción. Bichos –ruscas– que manchan el pulmón albaicinero. «A veces me siento en la sombra y miro la gente pasar», explica Pepe, que se instaló en el barrio hace 40 años. «Esta sombra es una maravilla y un regalo. Es una pena que la maltratemos».
Bajando por Alhacaba, impulsado por ese aire hondo que vuelve a Granada, un aire que nos construye y nos refresca como un río invisible, un aire cargado de duende y de misterio y de inspiración, un aire que corretea por nuestras calles como un medicamento entubado, un aire puro, limpio y etrusco capaz de purgar y curar los bronquios y los alvéolos de la ciudad. Ahí, justo ahí, rodeado de ese aire, Manolo aparece de la mano de su nieto.
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