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¿Será hoy el fin?

Relato de verano ·

Ángel Correa torres

Jueves, 27 de agosto 2020, 00:18

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Viernes, 10 de abril de 2020. Repaso mi historia de vida y no hallo quimeras por finiquitar. Rectifico, a medias dejé una partida de parchís con mi nieta. Ella me regaló este diario.

—Abuelo, escribe aquí cuando estés aburrido, o cuando quieras contarme una de tus historias y yo no esté contigo. Lo leeremos juntos cuando venga a verte, ¿vale? —me dijo la última vez que la vi. Ignoro cuándo la volveré a ver, y si esto será posible. Acabo de estrenar su regalo para otro fin que el originalmente encomendado. De hecho, es la primera vez que escribo sobre mí. Nunca tuve el tiempo ni la necesidad de hacerlo.

Soy un hombre maduro y complacido que ha sabido deleitarse con los placeres del buen vivir. No me faltan continentes por visitar, ni culturas o gentes que conocer. He amado con devoción, procreado, criado y educado con entusiasmo y dedicación plena. He respetado a humanos, animales, plantas y, quizás, algún espécimen del reino mineral. Libros nunca escribí, pero los devoré en mi juventud. La música fue mi arte para sublimar deseos y encontrar la paz.

No puedo sentir más que satisfacción y agradecimiento por el espacio y tiempo en que me ha tocado vivir. Debería apreciar el sosiego merecido por concluir mi lista de tareas pendientes, la calma por haber hecho bien los deberes. Hoy definitivamente se ha esfumado todo rastro de añoranza. Sin embargo no siento contento, sino miedo. Miedo a la incertidumbre. Miedo a lo desconocido. Miedo a la soledad. Miedo a la enfermedad. Miedo al dolor. Miedo, en definitiva, a la muerte.

La misma cuestión repica en mi alma cada mañana al despertar: ¿Será hoy el fin? Siempre las mismas cuatro palabras. Siempre en el mismo orden. Fin era la palabra que incansablemente clausuraba mi interrogación, día tras día, en intervalos de tiempo entreverados hasta la infinidad.

Menuda ironía, en fin, pues en fin es como acaba mi propio nombre. Serafín, de fina complexión, natural de Finisterre y afinador de pianos, esa era mi profesión. Ahora soy un veterano jubilado, aunque nunca lo llevé con júbilo ni grité de alegría por alcanzar dicho estatus laboral.

La Cuestión y yo, inseparables compañeros desde el día en que me obsequiaron con el carné de pensionista. Desde entonces rumio La Cuestión per se, y mastico su incertidumbre torpemente hasta el atraganto. Esta parece haberse desdoblado, como en una intoxicación etílica, como en un mal sueño. No solo me preocupa si habrá llegado ya el final de mis días. Hoy además me cuestiono, temeroso, si veré el fin de este confinamiento impuesto por un gobierno definitivamente asustado, como yo.

Y la otra cara de la cuestión concierne al fin mismo de la humanidad. Porque diariamente maldigerimos cifras de contagiados y mapas espantosos, apocalípticos, agoreros de poblaciones diezmadas. Porque un ejército invisible de refinados genes aniquila a los más vulnerables, a los de mayor edad, como yo. Más que la cantidad de bajas me duele asumir la carestía de humanidad en nuestra especie, otrora orgullosa e invencible, cuando mira hacia otro lado mientras sus viejos inservibles se pudren, como lo hago yo, en una residencia geriátrica. «Señor, perdónalos, porque no saben lo que hacen».

La Cuestión se viraliza pandémicamente en mis neuronas, y un sinfín de angustias confinan mi capacidad de raciocinio. Me pregunto si tendré derecho a ser hospitalizado, si merezco la hospitalidad de una sociedad, hoy olvidadiza, que fue erigida por los jóvenes de antaño, ya ancianos. No pareció merecer esa fortuna mi excompañero de habitación, que cayó gravemente enfermo. Que Dios lo tenga en su gloria.

Me pregunto también si tendré derecho a una muerte digna y, si acaso, podrán velar mi entierro y cerrar su duelo aquellas personas que me quieren. ¡Ay, la familia! Privado estoy de ella, y más me aflige que la misma privación de libertad. Solo me siento libre y dueño de mi respiración, al menos, por ahora. Al menos hasta que no me falte un respirador cuando este prolífico ejército me coloque la corona de espinas, cual Jesucristo, en este Viernes Santo.

Los medios de infoxicación no me entretienen, mas me hunden hasta el nadir de esta creciente depresión, cuya pendiente siniestramente coquetea con las célebres curvas de contagiados y fallecidos. Muerto debería estar, me hacen pensar actos heroicos como el que leí en el periódico, protagonizados por un anciano, como yo, que decidió regalar su respirador artificial a un joven. Joven que, a diferencia de mí, quizás nunca saboreó intensamente los placeres de la vida.

La idea del suicidio inevitablemente nos acecha a unos cuantos. Esto no me sorprende, pues las estadísticas gritan en vano que diez personas se suicidan diariamente en España. Me parece que este problema es más jodío, como todos los que no se ven. Un mal bicho se extermina con vacunas y punto, pero ni antídotos ni mascarillas me protegerán del fantasma que nos acecha. No nos educaron en la idea de la muerte, ese es el gran problema que en mayúscula pone mi Cuestión.

¡Ay, la familia! Únicamente pensar en mi nieta ahuyenta estos fantasmas confinados en mi mente. Me he levantado de la cama, tan aletargado de pena y de no poder caminar al aire libre (por prohibición expresa) que me desmayo, caigo al suelo y me golpeo duramente el cráneo...

¡Qué curioso! Las hojas de mi diario se han manchado de vino. Me impresiona su vivo color rojo; sangre, más que vino, parece. Qué deliciosa sensación, delirando me hallo en éxtasis. ¡Oh cauterio suave!

Una joven, ¿la Virgen María?, se acerca. No, es mi nieta portando graciosamente un tablero como si fuera una bandeja: «Abuelo, ¿terminamos la partida?». Una luz resplandeciente me cautiva... «¿Será hoy el fin?».

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