Borrar

Una entre seis

Relato de verano ·

Juan D. Valverde

Sábado, 1 de agosto 2020, 23:36

Comenta

Hay una posibilidad entre seis de que nos extingamos este mismo siglo». Esa frase, o mejor dicho, ese titular, lo catapultó hacia una efímera fama que finalmente resultó ser una condena. Después de que sus palabras encabezaran la portada de un reconocido diario digital, su teléfono no paró de sonar. Otros medios de comunicación querían conocer de primera mano sus investigaciones sobre las probabilidades de que la especie humana desapareciera de la faz terrestre durante el siglo XXI.

Aunque la mayoría de las llamadas procedían de reporteros, también recibió alguna más de sus superiores. Trabajaba desde hacía una década en el Centro Superior de Investigaciones Científicas, en un proyecto tan sugerente como desconocido y descuidado. Abandonó sus clases de Filosofía en la universidad para dedicarse a analizar, siguiendo patrones básicamente estadísticos, los factores que podían llevar al aniquilamiento de la Humanidad y, sobre todo, a plantear respuestas para evitar el apocalipsis. Hasta el día en que se publicó la entrevista, prácticamente nadie había reparado en sus resultados.

La aparición de la Covid-19 había alterado las prioridades mediáticas. Ahora los periodistas se desvivían por encontrar científicos que desentrañaran el futuro inmediato, sin importarles demasiado si eran epidemiólogos, filósofos o quirománticos. El titular estaba sacado de contexto y en la conversación con la reportera el aire fatídico que desprendía la frase capitular estaba atenuado; es más, en su didáctica charla intentó lanzar el mensaje contrario, más optimista, de que en realidad teníamos cinco oportunidades entre seis de sobrevivir.

Pero esa lectura no fue la que hicieron la mayoría de lectores ni, sobre todo, el Gobierno, que trasladó a sus jefes inmediatos unas precisas instrucciones para que se potenciaran las investigaciones en esa dirección. La ciencia era ahora una prioridad, según se escuchaba en las comparecencias del presidente del Gobierno; pero los recursos económicos y humanos siguieron sin llegar, y la única consecuencia de aquella apuesta gubernamental fue que debió incrementar las horas dedicadas a profundizar en las distintas líneas de estudio trazadas.

El prolongado confinamiento ocasionado por la pandemia contribuyó a facilitar su tarea. Ya apenas tenía contacto con el exterior de su laboratorio: casi nunca llamaba a su madre, la única familia que todavía le quedaba, y las comidas las espació hasta reducirlas a una al día, aunque acompañada de algún sabroso picoteo, el único lujo que se concedía a esas alturas. Eso le permitió avanzar en la principal cuestión a resolver en esos momentos: valorar si la Covid-19 sería la causa final de la extinción humana.

Mezcló algoritmos con filosofía, historia con estadística y le puso unas gotitas de sentido común a su razonamiento para llegar a una conclusión sólida y contrastable: solo en el caso de que la pandemia acabara con el 50% de la población mundial podría comenzar a temerse por la vida en la Tierra. La vida del homo sapiens, se corrigió mentalmente.

La Humanidad ya había superado antes infecciones contagiosas tan graves o más que esta. Sin ir más lejos, en la Edad Media la peste negra diezmó la población de muchas ciudades y países, pero ni mucho menos peligró la raza humana. Las diferentes especies de mamíferos solían prolongar su existencia durante un millón de años, así que los humanos apenas estábamos en la adolescencia…

Pero la adolescencia es un periodo complejo donde no se tienen muy claras las prioridades y se postergan, o se olvidan, actitudes y comportamientos a la postre beneficiosos. Bien lo había comprobado durante sus indagaciones: el hombre no estaba evitando algunos de los principales peligros que se cernían sobre su porvenir; es más, con su forma de actuar solía acentuarlos.

Las posibilidades de una extinción por el cambio climático, la superpoblación mundial o una guerra nuclear o biológica se habían incrementado exponencialmente en las últimas décadas y, de hecho, representaban una amenaza mayor que una pandemia como la que azotaba el planeta.

En sus disertaciones había abordado otros posibles finales del homo sapiens. En algunos momentos se sentía como Nostradamus, con menos dotes para la poesía y las letras, pero igual de premonitorio. Los eventos catastróficos naturales o provenientes del espacio –como el meteorito que aniquiló a los dinosaurios en el Cretáceo– figuraban también como desafíos de futuro a valorar, igual que la destrucción total de la capa de ozono, el colapso de la Vía Láctea con otra galaxia o la transformación del sol en una estrella supergigante antes de explotar.

Cada línea de investigación emprendida le llevaba meses culminarla; algunas se habían extendido años y, como en el caso de la inteligencia artificial, aún no la tenía concluida. De vez en cuando, para tomarse un respiro de tantos números y premisas lógicas, visionaba una película que abordara cualquiera de esos posibles finales catastróficos. La imaginación de los cineastas superaba incluso sus propios estudios: terremotos, tsunamis, asteroides, plagas bíblicas, virus mortales o robots asesinos eran el leitmotiv de un sinfín de cintas que en alguna ocasión le habían ayudado a dar un enfoque más amplio a sus indagaciones.

Viendo una de aquellas historias distópicas concibió un nuevo planteamiento en el que se enfrascó como si le fuera la vida en ello. Leyó, subrayó e hizo cálculos frenéticos; poco tiempo después elaboró una teoría sobre la mayor amenaza para la especie humana. Su simpleza le hizo sonreír mientras descolgaba el teléfono y miraba su reflejo en una de las mamparas que componían el escaso mobiliario del laboratorio.

Con horror, comprobó que su rostro no era el que recordaba. El pelo, largo y desaliñado, aparecía completamente blanco y profundos surcos recorrían su rostro avejentado. Aún así, dio por bueno todo el esfuerzo realizado. Su sacrificio rendiría frutos a sus congéneres.

Sin abrazos ni contactos personales, que el coronavirus casi había proscrito, no habría ningún futuro para la Humanidad. Esa era su sencilla, pero trascendental, deducción después de tantos años. Los tonos del teléfono se sucedían sin que ninguno de sus superiores descolgara el aparato. Marcó, por último, el número de su madre. El silencio fue la única respuesta que obtuvo.

Había llegado tarde.

Este contenido es exclusivo para suscriptores

Publicidad

Publicidad

Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.

Reporta un error en esta noticia

* Campos obligatorios

ideal Una entre seis

Una entre seis