Profundo
Relato de verano ·
manuela cámara peragón
Jueves, 23 de julio 2020, 00:16
Esta noche los árboles juegan con el pensamiento humano. Susurran las copas estremecidas del bosque rompiendo su sinfonía abisal. Filtran su mensaje secreto a través de las rendijas de las ventanas de la erosionada cabaña y despiertan a Aydee. Ella reacciona de inmediato. Sabe que algo pasa. Se abrocha hasta arriba la parka, se pone la capucha y sale a la explanada. De repente los árboles se callan, ella mira hacia arriba y tropieza con el eclipse que está comenzando. La tierra contempla cómo va desapareciendo la luna y es encerrada en un halo rojo. Aydee hace tiempo que forma parte del bosque que estudia y analiza para su tesis. Mientras esa belleza muda la envuelve con su lenguaje atonal, descubre que su vida ha cambiado para siempre.
Hacía un mes que había enviado la tesis terminada a la directora del departamento y aunque la había telefoneado, no consiguió localizarla. Se había resistido cuanto había podido a salir del bosque. Solo hacía tres días que había despertado en su piso de estudiante. Esperaba con ansiedad el momento de defender su trabajo ante el tribunal y conseguir una plaza fija en el departamento. Al menos ella pensaba que ese era su sueño. Esa mañana eligió un traje de chaqueta sobrio y con una antelación de media hora se presentó en el edificio. Le sorprendió no encontrar ninguna cara conocida entre los cinco miembros del jurado y que el presidente se dirigiera a ella de modo tan brusco:
-Antes de empezar, dijo el presidente– ¿podría usted justificar semejante título tan poético para un trabajo científico? 'Lo muerto en el bosque es lo que sustenta la vida'. Usted fue becada para analizar la flora, se le ha proporcionado hasta un cromatógrafo, todo un laboratorio siempre a su disposición. En resumen, este tribunal no entiende que este trabajo sea menos científico que esotérico.
El miedo la paralizó por unos momentos, diluyendo su seguridad, apenas podía balbucear una respuesta.
-Como expongo en la introducción, este estudio se basa en líquenes, hongos y esporas vitales para el desarrollo y continuidad de la vida y protección del medio ambiente.
-Señorita –la interrumpió otro miembro del jurado, alto, enjuto y reservado como un álamo oscuro— este trabajo es inadmisible.
Aydee estaba invadida por el pánico ¿Cómo era posible que un trabajo tan minucioso y extenso no se evaluara como corresponde?
-Nadie va a leer esto ante este ilustre jurado —dijo un tercer miembro de piel tan cetrina como sus palabras— Datos, señorita, estadísticas fiables que no dependan de como soplen los vientos. ¿Usted cree que puede afirmar en una tesis que los árboles se comunican entre ellos por las raíces y que son capaces de alimentar a otros árboles haciendo subir por ellas el agua de los ríos hasta la parte más alta de la montaña?
-Usted no puede afirmar —volvió a decir el presidente— que en una sola aguja de un solo cedro hay más sabiduría que en toda la raza humana; ni que un roble tiene genealogía consciente, hasta el punto de que cuando va a morir, cede su savia a la tierra para que el resto de los árboles nutran su memoria natural de ella.
-Si me permite explicarme…
-No hay justificación —dijo el hombre álamo oscuro— un árbol no elige que alrededor de su tronco crezcan líquenes y hongos, ni que sean estos los que realmente sustentan la burbuja invisible donde se guardan los genomas de todos los árboles.
-Créame, señorita, sería poco serio que esta universidad publicara algo en lo que se asegure que los componentes de un bosque son capaces de detectar un incendio que se está produciendo a cien kilómetros; o que un árbol es capaz de defenderse de un ataque creando un insecticida propio. ¿Usted ve eso profesional?
A Aydee no le quedaba por decir ni una sola palabra. Cerró el trabajo que iba a defender y no siguió escuchando. Arrancó el coche, llegó al piso y metió atropelladamente ropa de campo en una maleta. Estaba huyendo de todo aquello que no la comprendía. Tomó rumbo de nuevo al bosque que le había enseñado a formar parte de la naturaleza como un ser más, con la obligación y responsabilidad de cuidar el lugar donde se vive. Se detuvo varias veces en la escarpada carretera, no para admirar el paisaje lleno del pleno sol de la tarde, sino para llorar, para rezumar el sobrante como hacen la higuera o los abetos por sus hojas. Y al entrar en el bosque los vio, formando una avenida cubriendo el cielo de la carretera, con sus inmensas raíces como amoxoaques, hombres y mujeres árbol que fungen como guardianes de los bosques.
Al llegar la noche, estaba de nuevo en la cabaña. Se sentía una suave trémula desprendiéndose de sus hojas caducifolias, temblando como solo tiemblan las trémulas, mientras el resto de los perennes permanecen impasibles.
Escuchó por primera vez la invasión, el silencio profundo del bosque convertido en paz, mientras los hechos marcaban cicatrices sobre su corteza.
Y allí estaba ella, sentada en un viejo banco, abriendo un bote de verduras en conserva mientras el bosque ingería agua, luz y aire; presidiendo en la desnuda catedral de la naturaleza, el atávico oficio al que llamamos fotosíntesis.
A su izquierda, Dafne convertida en laurel justo antes de que Apolo pudiera tocarla. A su derecha, los asesinos de Orfeo cuyos dedos se convirtieron en raíces y sus cuerpos en enormes troncos torcidos. Frente a ella, Cipariso, aquel joven convertido en ciprés por Apolo, llorando eternamente la pérdida de su ciervo. Y también estaba ella, en plena simbiosis, con los pies y la camisa plagados de ácaros, fundida con el animalismo mupe, mientras su dios hablaba a los hombres a través del canto de los ríos. Fusionada, aprendiendo de la micología de los hongos, de las briofitas del musgo, de la vida secreta de los arces, abedules, pinos… como una heroína de Puccini, imitando la soledad de las orugas, absorbiendo La Consagración de la Primavera.
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