Borrar

Perdóname cariño

Relato de verano ·

Amada Sandra: Nunca imaginé que tendría que despedirme tan pronto de nuestro amor. No pude decirte adiós. Decidiste por los dos

noelia pérez pedrosa

Miércoles, 22 de julio 2020, 00:27

Comenta

Amada Sandra: Nunca imaginé que tendría que despedirme tan pronto de nuestro amor. No pude decirte adiós. Decidiste por los dos. ¿Dónde quedaron las promesas de amor para siempre? Mil y una veces nos imaginamos ya ancianos cogidos de la mano, ni siquiera llegamos a los cuarenta años. No celebraremos nuestras bodas de oro, al menos en esta vida, pues en otra te volvería a elegir de nuevo a ti.

Sé que la enfermedad fue brutal, demoledora, pero jamás pensé que serías tú la que pusiese fin. No así, no de esa forma. Me lo pediste mil veces y por no perderte, por egoísmo, siempre te respondía lo mismo... Y después ¿qué? Acabaré mis días sin ti en un centro penitenciario cumpliendo condena por ayudarte a morir.

Nunca te engañé, siempre lo hablamos, nuestro país y los que lo gobiernan (da igual el color) no están preparados para la eutanasia. O no lo están o no quieren. Ellos no pueden hablarnos de cómo el ciudadano de a pie vive, sufre o afronta una enfermedad como la que te tocó a ti.

La noticia nos cayó como una jarra de agua fría, congelada. Se nos erizó la piel. Fuimos optimistas e ingenuos, creímos que avanzaría lentamente, que nos amoldaríamos poco a poco a ella y a sus consecuencias. Nos equivocamos, nos adelantó por la derecha y nos pilló por sorpresa lo deprisa que corría en nuestra contra. Cambió dos vidas que siempre fueron una, intentó hacer de mí quien nunca sería, creyó que renunciaría a ti por las obligaciones y la dependencia de mí que la enfermedad creaba en tu cuerpo y erró. Primero fuiste tú la que no pudo continuar con su vida laboral; aquel año fue muy duro regresar a casa del trabajo, abrir la puerta de nuestro hogar y saber, al mirarte, que la luz que me enamoró de ti se iba consumiendo. Yo no podía avivar tus ganas de luchar, no pude hacer otra cosa que resignarme con la impotencia y la rabia por bandera. Tenía que disimular ante tus ojos. No llegamos a tener hijos y siempre, en tus peores momentos, dijiste que ese fue el mejor regalo que la vida te dio, que no podrías soportar ver cómo perdían a su madre, que no habrías sido capaz de ser como un bebé para ellos. Fui tus manos, tus piernas, y cuando fuiste consciente de que debía abandonar mi trabajo porque debía dedicarme a ti a tiempo completo, decidiste que no sería así. No querías arruinar mi futuro, no deseabas que, si llegaba a anciano, no me quedase pensión con la que poder sobrevivir en mis años de jubilación. No fue justo, eso era algo que tenía que decidir yo, no tú. No he querido, después de seis años, leer la nota que dejaste sobre el sofá. De aquella noche solo tengo grabado en la memoria tu cuerpo inerte sobre la acera. Al llegar a nuestra calle creí que alguien había sufrido un accidente, me dirigí al portal y dos policías me impidieron la entrada. Les dije que vivía allí, que tenía prisa, que mi mujer estaba enferma y que por el trabajo te dejaba demasiadas horas sola, sin que apenas pudieses cuidar de ti misma. Debieron atar cabos, algún vecino debió contarles nuestra historia porque uno de ellos puso su mano sobre mi hombro y me condujo a la esquina contraria donde, sin saberlo, tú te encontrabas. Mi mundo se hundió al escuchar sus palabras, nuestra vida dejó de ser nuestra y fue solo mía. Era imposible, no tenías fuerzas ni movilidad suficiente como para llegar hasta la ventana. «No, no», se repetía mi cabeza, no puedes, es imposible. No eras tú ese cadáver que yacía en la acera cubierto por una sábana reflectante amarilla. Hasta que acompañado por los agentes nos acercamos a ti, debía confirmar que eras tú, y levantaron la sábana. Debí desmayarme porque no recuerdo más que despertar en un hospital, deseando que todo hubiese sido un mal sueño. No quería vivir un duelo que no correspondía, que no era su tiempo. La vida siguió después de ti, pero ya no fue y no volverá a ser vida. Nunca regresé a nuestra casa, en los primeros años te culpé de todo, de mi sufrimiento y de mi pena, de mi soledad impuesta por ti, de mi carácter amargado y huraño, de todo lo malo. Seis años después, entendí y comprendí que el culpable fui yo. No debiste hacerlo tú, debí ser ese compañero, marido, amante y amigo que por egoísmo, cuando más lo necesitaste, no quise ser. Te di la espalda, ahora lo comprendo. El amor fue todo lo que habíamos vivido hasta que la enfermedad llamó a nuestra puerta. Todo lo que te ayudé después, todo lo que hice por ti, por nosotros, no fue nada, no desprendía amor, más bien a tus ojos podía parecer compasión. Te quise tanto como ahora te sigo queriendo y no podré perdonarme no haber sabido demostrarte ese profundo amor a la hora de querer decir adiós. Tú, únicamente tú, eras dueña de tu vida, tenías derecho a decidir cómo vivirla o no. Nadie, ni políticos, ni maridos, ni gente de la calle, ni leyes absurdas, ni desconocidos deberían decidir por nadie querer vivir o morir. Lo comprendí demasiado tarde. Debí ayudarte a morir. Únicamente y a estas alturas, solo me queda pedirte perdón por mi error. Lo siento, amor. Sé que me perdonarás, que estés donde estés y si existe otra vida, no me guardarás rencor. Ojalá exista, que pronto nos reencontremos en ella; de no hacerlo, debes saber que te buscaría hasta volver a encontrar el amor contigo y escribir otro destino distinto al vivido. Gracias por regalarme la mejor vida que jamás habría podido soñar, por ser mi razón de vida, por ser ese lucero al amanecer, por recorrer el camino conmigo.

Te quiero.

Paco.

Este contenido es exclusivo para suscriptores

Publicidad

Publicidad

Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.

Reporta un error en esta noticia

* Campos obligatorios

ideal Perdóname cariño

Relato de verano | Perdóname cariño