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El pasado que vuelve

Relato de verano ·

juan cuenca garcía

Sábado, 29 de agosto 2020, 23:48

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Hoy desperté cansado mentalmente. Harto del cúmulo de sensaciones que no me permiten ser feliz, cansado de esa sensibilidad extrema de, incluso, llegar a desear la muerte y de llorar por cualquier cosa. Mi vida ha sido el resultado de mis decisiones y está claro que el único culpable soy yo.

Llevo ya demasiado tiempo reprochándome aquella decisión que tomé en el 'Royal Club', aquella noche de verano. Eran otros tiempos y el peso del 'qué dirán', era demasiado para mí. Tuve que tomar una decisión y lo hice. En aquel momento una parte de mi alma murió con aquella poesía que escribí a mi amado, aquel joven de aspecto acendrado, con su eterno pitillo en los labios y siempre acompañado por un vaso de güisqui, sentado al piano amenizando las veladas veraniegas de la gente acomodada que cada noche se deleitaba con su música.

Mecánicamente, como suelo hacer cuando ese recuerdo ocupa mi mente, levanto la tapa del tocadiscos que tengo en el salón y con cuidado, coloco la aguja sobre la primera pista del vinilo. En solo unos segundos la habitación se llena de música. Mi alma rejuvenece. Mi cabeza me traslada a aquel tiempo en que aún era feliz. «Esta es la historia de un sábado, de no importa qué mes...». Esa canción se había convertido en 'nuestra' canción. Cuando él la interpretaba sabía que lo hacía para mí. Era un momento mágico y único al mismo tiempo.

El timbre de la puerta me devuelve al presente. Contrariado por lo inoportuno de la situación, voy a ver quién es.

—¿Diego de la Torre? –pregunta el cartero.

—Sí. Soy yo.

—Tiene un paquete certificado.

—¿Un paquete? –me sorprendo aún más cuando leo el remitente: 'Hospital Clínico, Virgen de Fátima'.

—Firme aquí –me pide el cartero–. Buenos días –se despide con una corta sonrisa.

Cierro la puerta y muerto de curiosidad rompo el envoltorio del paquete. Me quedo petrificado al ver lo que contiene. Unas cuantas líneas en una cuartilla me lo aclaran todo:

«Señor de la Torre:

Desde el Hospital Clínico Virgen de Fátima le hacemos llegar las pertenencias de Fernando Gil de Tudela, cumpliendo de este modo su último deseo. Le acompañamos en su dolor.

Atte. Verónica Atierre»

Tengo que sentarme para no desfallecer de la impresión. El amor de mi vida. El hombre al que no he podido olvidar, tampoco me ha olvidado a mí, e incluso hasta momentos antes de su muerte ha pensado en mí. Me es imposible contener las lágrimas. El corazón me bombea con tanta fuerza que me duele. Con mucho cuidado, como temiendo dañar el valioso tesoro que tengo delante, husmeo entre las pertenencias de Fernando. Varias fotos en blanco y negro me trasladan de época, mientas 'nuestra' canción continúa sonando de fondo; «...pero a ratos con furia golpea el piano y hay algunos que le han visto llorar...». Hay una especie de cuaderno que ojeo: es un diario. De él sale una hoja a modo de marcapáginas.

—¡No puede ser! –exclamo en voz alta como si alguien pudiese oírme. Es la poesía que hace años le escribí a Fernando a modo de despedida. Leo:

Ya no te amo

Mentiría diciéndote que…

Que todavía te quiero como siempre te quise

Tengo la certeza de

que nada fue en vano

Siento dentro de mí

que tú no significas nada en mi vida

No podría decir jamás que

alimento un gran amor

Siento cada vez más que

ya te olvidé

Y jamás usaré la frase

Yo, te amo

Lo siento, pero debo decir la verdad.

Se la escribí dando por zanjada la relación, por miedo a ser descubiertos. No he olvidado el momento exacto en que se la di. Incluso soy capaz de ver la escena como si fuese una película. Recuerdo perfectamente lo que le dije; «Toma. Esto es exactamente lo que siento por ti». Y antes de que Fernando la leyese salí de su camerino y no volvimos a vernos nunca más. Nunca le dije que la poesía tenía trampa. Que no era lo que parecía. A simple vista es una poesía de desamor, pero si se lee al contrario, de abajo a arriba, clama perfectamente mis verdaderos sentimientos. Nunca sabré si Fernando alguna vez se percató de eso.

Por un instante vuelvo a la realidad al darme cuenta de que la canción ha terminado. Quiero, hoy más que nunca, necesito volver a escucharla; de modo que con lágrimas en los ojos y una serena sonrisa dibujada en mi cara vuelvo a colocar la aguja en la primera pista del disco y pido al aire imaginando que es mi amado: «Tócala otra vez viejo perdedor...».

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