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De palabras y silencios

Relato de verano ·

mónica domínguez lópez

Lunes, 17 de agosto 2020, 00:13

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El anciano me condujo por un pasillo de blancas paredes desnudas, con un suelo de amplias losas de barro y, sobre nosotros, un techo salpicado de pequeñas claraboyas que permitían una agradable luz natural.

–Acompáñame. –me había sugerido unos minutos antes, en un tono mitad orden, mitad invitación; el brillo de su mirada despertó en mi una gran curiosidad.

No habíamos vuelto a hablar. Aproveché el pequeño paseo y ese silencio para continuar preguntándome qué me había llevado hasta allí. No sé si era del todo consciente de las carambolas que se habían sucedido durante mis últimas horas para encontrarme en aquel pasillo. Mis razonamientos me hacían ralentizar el paso: el anciano me sacaba unas zancadas de ventaja. Su movilidad era ágil, igual que su conversación. No se correspondía con los años que aparentaba, aunque no sabría dictaminar una edad concreta. Apreté el paso, pues mis reflexiones actuaban como un freno para mí o tal vez, le hacía acelerar a él y así alejarse de los pensamientos que le eran ajenos. Llegué a su altura y nos detuvimos en un punto donde se ensanchaba el impoluto pasillo. Una sucesión de puertas y aperturas se abrían al final del corredor que acabábamos de abandonar.

El avance fue más lento, recreándome en lo que nos rodeaba, intentando retener cada detalle, como si luego fuese a dejarlo escrito. Ahora nos cubría una extensa claraboya, de forma abombada. En las paredes se alternaban las puertas con los comienzos de nuevos y prometedores pasillos. Aquellas eran dobles, en madera, caoba diría en su descripción; un tono que suele quedar bien y que, sin saber la tonalidad exacta, todos somos capaces de visualizar.

La sobriedad de lo visto hasta ese momento no ocultaba la sutileza con la que estaba trazado. La escasez de adornos no se correspondía con la transcendencia que nutría el aire que respirábamos.

–No sabría decirte el número exacto de puertas que hay, pero no te aventures a pensar que son infinitas. No es así. Es un vocablo, 'infinito', demasiado usado,y casi siempre, sin conocimiento. – la voz del anciano acompañaba nuestros pasos.

–No están todas las que son, pero son todas las que están. –con ese susurro abrevió lo que nos rodeaba. Frase manida donde las haya, hubiese esperado algo más de grandilocuencia, pero conforme avanzamos, comprendí.

Junto a cada puerta, describiendo lo que albergaba la sala que precedía, una placa metálica contenía el breve mensaje. Había un orden en como habían sido dispuestas las habitaciones. Como si realizase un ritual, me colocaba ante ellas y las leía en voz alta:

'Donde las palabras que no dijeron los padres a sus hijos'. Desplazándome a la puerta siguiente: 'Donde las palabras que no dijeron los hijos a sus padres». A continuación 'Donde las palabras que no dijo el esposo a su esposa'; 'Donde las palabras que no dijo la esposa al esposo', 'Donde las palabras que no dijo el profesor al alumno'. El jefe y el empleado; el paciente y el médico; el vecino al vecino; el dueño a su mascota. Y etcétera. Suponiendo nuevamente que se me ocurriese relatarlo por escrito, serían folios y folios enumerándolas, para desesperación de mis lectores, de tenerlos. Y eso es ya mucho suponer. No sé el tiempo que pasamos allí. De nuevo, recapacité sobre la forma física del anciano, pues no parecía cansado en manera alguna. Cuando le hablé, tal vez no expresé lo que él esperaba.

–Llevamos horas con todo esto –ejecuté un amplio gesto con mis brazos, queriendo abarcar nuestra conversación, nuestro paseo, sus explicaciones–. ¿No estáis cansado?

Ladeó su cabeza dirigiéndome una pícara mirada y pronunció un 'Acompáñame', tan sugerente como aquel anterior. ¿Realmente se podía almacenar todo cuanto callamos?, ¿y cómo eran de recuperables esas palabras?, ¿se guardaban duplicadas? Algo absurdo, aunque entendible para una persona adicta al orden como yo. ¿Era esto de dominio público? Pero, sobre todo, ¿pondríamos más interés y empatía en las conversaciones si supiésemos que existe un disco duro con nuestros silencios?

Una vez más, me vi obligado a apresurarme, pues todas esas cuestiones me asaetaban sin tregua y la rapidez con que actuaba mi mente contrarrestaba mi caminar. Se detuvo frente a una puerta, de una sola hoja, tono caoba, pero sin placa que aludiese a su interior. Era el momento, porque, ¿qué hacíamos allí plantados sino?

–Hace años, comencé una práctica que me aligera la mente y el cuerpo. La vida, en definitiva. Todas estas salas que nos rodean guardan palabras que no se han dicho. No sé decirte la cantidad: varía. A veces, acaban diciéndose; muchas otras caen en el olvido. Y de ahí, nunca se podrán rescatar. –puso la mano sobre el pomo, pero me retuvo un instante más–. Quizás eches alguna en falta, pero esta es la principal.

Por primera vez, atisbé algo de cansancio en el anciano. Normal tras las horas que llevábamos compartidas. Quizás su agotamiento era debido a rememorar las veces que había estado en la situación en la que ahora yo me encontraba. Pero desconocía esa tesitura y me sentí vulnerable. Debió advertir mi turbación y no quiso demorarse más.

–Con lo que vas a encontrar dentro, es con lo que alivié mis días y pienso que es lo que necesitas. No tengas prisa, ni tengas temor.

Abrió la puerta y me empujó con suavidad hacia el interior. Era una sala pequeña y cuadrada; con la correspondiente claraboya en su techo, permitía la entrada de una tamizada luz que daba calidez al espacio. Antes de cerrar escuché sus palabras: 'Ponte frente a él e intenta no guardarte nada'.

En el centro de aquella sala me esperaba lo que tal vez no calmase mi desasosiego, pero tuve la súbita revelación de que sería, sin duda, el mejor modo de empezar. Me adelanté un par de pasos y me acerqué al único objeto que custodiaban aquellas paredes. Tras una honda inspiración, me coloqué frente al espejo.

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