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Vía muerta

Relato de verano ·

Para ir al nuevo trabajo en la capital cogía, temprano, un cercanías. Aquel mismo tren que, ahora, sentado en el banco de la vieja estación, veo pasar fijándome en los pasajeros de sus vagones donde debería estar yo

juan manuel chica cruz

Viernes, 24 de julio 2020, 00:37

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Para ir al nuevo trabajo en la capital cogía, temprano, un cercanías. Aquel mismo tren que, ahora, sentado en el banco de la vieja estación, veo pasar fijándome en los pasajeros de sus vagones donde debería estar yo.

Para ir al trabajo empleaba una hora de ida y otra de vuelta que aprovechaba para leer y meditar con la mirada absorta en los paisajes que pasaban veloces como la vida a través de las ventanillas. Vivir en la urbe era algo que no podía permitirme; en cambio, a 60 kilómetros, esa misma vida resultaba más económica. En un pueblo que, a fuerza de acoger a otra mucha gente como yo, había acabado transformándose como un tumor en algo irreconocible plagado de edificios de ladrillos rojos que habían cercado el bello casco antiguo de calles serpenteantes y adoquinadas que constituyó alguna vez la esencia de aquel lugar. Cuando le expliqué a mi madre adónde me había ido a vivir me aclaró, un tanto sorprendida, que mi abuelo transitó mucho por aquellas zonas como viajante de una empresa textil e incluso creyó recordar que durante algún tiempo vivió cuando joven en aquel mismo pueblo en donde yo me había establecido ahora.

—Qué curioso — dijo mi madre —. De todos los nietos tú eres quién más te parecías a él y el que más de cerca vas a seguir sus pasos.

La llegada del tren a la gran urbe era anunciada por unas fumarolas que, doblándose en altura como si un gigante las soplara, caían después como un manto oscuro cubriendo la ciudad. En contraste, a solo unos pocos kilómetros de allí, la vegetación, los campos de cultivo y el aire limpio parecían ser los escenarios de cuento idílico.

De ese nuevo trayecto diario, que desde el mes de julio hacía, me llamaba la atención una sucesión de pequeñas estaciones de tren, creo que ya abandonadas, porque tenían grafitis humillando las fachadas de sus edificios, aunque una de ellas, cuyo nombre no podía saberse porque los carteles a la entrada y salida estaban oxidados, lucía mejor que el resto. En ella no había rastro de grafitis y sólo desentonaba el que hubiera maleza alrededor del único banco de madera de respaldo curvo que presidía su viejo andén y en el que, casi desde el primer día, aseguraría que veía a una mujer de pelo largo y claro sentada con una gran maleta mirando atenta el paso de nuestros vagones.

Y, juraría, que había empezado a sonreírme.

Pero, a pesar de que el tren no hacía parada, allí se encontraba aquella mujer levantándose del banco agitando una mano a nuestro paso mientras con la otra sostenía su pesada maleta.

Parece que esa mujer quiere subirse al tren —observé al viajero que tenía enfrente.

El pasajero dirigió con interés su mirada a través de la ventanilla, pero como ya casi habíamos dejado atrás la estación no la pudo ver.

Cuando hablaba con mi madre por teléfono esperaba encontrarla feliz por el hecho de que su hijo estuviera labrándose un porvenir, pero la realidad es que la notaba preocupada como si un cielo radiante y azul se hubiera cubierto de repente de nubes.

Hasta que me contó el motivo de su desazón.

Mi abuelo trabajó como comercial de una empresa textil por toda España, pero especialmente por aquella zona donde yo residía. Era guapo y apuesto. De palabra y trato amable y tuvo muchas novias. Incluso después de casado, pero hubo una de la que se quedó prendado. Aquella mujer estaba casada con el oficial de una estación de tren por la que él pasaba todas las semanas. Mi abuelo bajaba allí y en la cafetería cruzaban sonrisas, palabras y besos furtivos. Quedaron en que un día ella se subiría al tren con él y vivirían juntos para siempre, pero mi abuelo o la engañó o se echó atrás (mi madre ya había nacido por entonces). El caso es que la plantó y nunca más volvió a aparecer por allí. Se cuenta que la mujer enloqueció y vestida con sus mejores galas esperaba a que mi abuelo llegara sentada en el banco del andén. Decía a la gente que en uno cualquiera de los trenes llegaría su amado. Al final, dicen que se suicidó o que el marido, harto de ella, fue el que con una de las medias que vendía el abuelo la estranguló.

Nunca se supo.

—Hijo, esto que te he contado, en el mundo de los vivos, sólo lo sabemos tú y yo.

Aquella confidencia, a pesar del calor asfixiante en las noches de julio, me dejó tan frío como si me hubieran enterrado en cubitos de hielo.

Ya no me atreví a mirar al paso del tren por la estación, hasta que el tren sufrió una avería que lo hizo detenerse justo allí. Con revuelo de voces agitadas y pasos acelerados del revisor de un lado a otro sin que en ese tiempo bajara ni subiera nadie. Ni siquiera se abrieron las puertas a pesar de que el aire acondicionado dejó de funcionar y el calor apretaba. Me armé de valor y miré al andén justo cuando el tren reanudó la marcha, pero no vi a la mujer, solo, fruto de mi imaginación debido a la excitación y el cansancio, el reflejo en alguna ventanilla del rostro de mujer guiñándome el ojo.

De madrugada me desperté empapado en sudor agitado en un mar de pesadillas. Escuché arrastrarse algo por el pasillo. Pensé que deliraba y al asomar la cabeza vi una maleta con ropa de mujer.

Un aire fétido me envolvió impidiéndome respirar. Como si alguien me anudara el cuello con una media y me estuviera asfixiando.

Hasta regresar al sueño del que desperté.

Ahora, lo que no hizo mi abuelo lo hace su nieto, junto a su amor en aquella estación donde ella tanto le esperó.

Acaricio su mano huesuda y fría y ella mi rostro blanco como la luna esperando el paso del tren.

Con el tiempo detenido.

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