«Hay una especie de maldición del chavico muy metida dentro de Granada que impide avanzar»
Miguel Ríos | Cantante de rock ·
«Cuando me pusieron Mike Ríos, en la placeta de Cartuja me decían: ¿Mi–qué-polláh?»La cita se produce el lunes 13 de diciembre, después de que Miguel Ríos haya llenado por dos días consecutivos sendos conciertos en el Palacio de Congresos con la gira junto a su nueva banda, 'The Black Betty Trío'. Ni siquiera lleva percusión y para hacer el compás se golpea el muslo: «¡Tengo unos moratones!», bromea al tiempo que se ajusta los jeans –los suyos no son unos simples vaqueros– por mera coquetería. Ha vuelto a hacer nuevas canciones tras una década y quiere que suenen «crudas», sin artificios. En algunos momentos, el propio Miguel se acompaña con la guitarra y muestra unas pequeñas vejigas en las yemas de los dedos de la mano izquierda que delatan que es más un aficionado que un profesional de las seis cuerdas. «Compuse 'Vuelvo a Granada' con mi guitarra. Pero cuando compones puedes pararte y poner otro acorde. Tocar es diferente. Es alucinante porque te das cuenta de que la evolución del ser humano está en la repetición. Me gusta mucho tocar la guitarra. Además, sabes que si te equivocas en el escenario te cubren los otros», ríe.
Pero esta entrevista no va de música. O no solo consiste en eso. Ni siquiera es una entrevista al uso. Miguel viene de invitado a la tertulia Oleum, un encuentro con siete amigos que se reúnen mensualmente para hablar de Granada, de su nostalgia y sus expectativas de futuro. Alguno de los conversadores conoce a Miguel casi desde que salió del Cercado de Cartuja, cuando de chavea trabajó en una cafetería de la calle Recogidas y después en la sección de discos de almacenes Olmedo. El contertulio que llega tarde saluda a Miguel al estilo granadino:
–Renaces todos los 'puñeteros' días –le recuerda con un calificativo más grueso que 'puñetero' cuando anunció su retirada y alguno hasta se lo creyó.
–Eso de jubilarse ya ni pensarlo. ¿No es más que una broma que ha acuñado?
–Lo pensé fervientemente pero luego todo el mundo me invitaba para que fuese con ellos a cantar. Cuando celebramos las dos décadas de 'El Gusto es nuestro' hacía lo mismo pero cobrando [ríe]. Para que no te llamen embustero tienes que dejar pasar, al menos, una década. Mientras te puedas reinventar hay que seguir.
A sus 77 tacos lo ha vuelto a hacer. Ahora es un rockero con temple, que canta desde un taburete y en el momento justo abre los brazos, arquea las rodillas o lanza una patada como si viviera en una fotografía permanente. Hace bicicleta estática y los valores de las analíticas los mantiene «en la frontera, siempre en la frontera», donde asentó su residencia por decisión propia. En el plano terrenal –lo metafórico es otra cosa–, no predica con el axioma de 'los viejos rockeros nunca mueren' –título de su álbum de 1979–, y rechaza la vida eterna –creencias al margen– aunque se pudiera alcanzar con dinero: «Ahí está Borges y 'Los Inmortales'. Al que quiera vivir toda la vida le pronostico una vida absolutamente desesperante. Saber que te mueres es lo único que te mantiene, ser consciente de que hay un fin». Ahora comenta en sus conciertos que ha pedido en el contrato que haya una UVI móvil en la puerta: «Es comedia. Me gusta que la gente se ría».
De fondo no suena música, sino los últimos compases del encuentro Cádiz–Granada en el Nuevo Mirandilla, cuando en el minuto 88 Jorge Molina empata el partido en un rebote, el entrenador granadino cae al suelo y golpea el césped con virulencia para celebrarlo. «Bueno, la suerte también cuenta. Estos tíos se juegan el sueldo en cada minuto, es un oficio de alto riesgo. Me ponía muy tierno Lucas Alcaraz», apunta Miguel. Comenta algo sobre los nombres que surgen de algunos próceres de la ciudad, se levanta un instante para atender una llamada de su hija Lúa, se interesa por el aceite chorreao de Montefrío, tomamos tinto de Calvente y recuerda que el primer vino granadino que probó fue de Dólar, por donde pasaba cuando iba camino de los bolos. Al servir la cena se plantea a qué tiene que renunciar para evitar un exceso.
–¡La cantidad de ecuaciones que hay que hacer en la vida! Hay que elegir todo el tiempo. Recuerdo una cualidad de chiquitillo: la de no desear lo que no tenías, que era la cualidad del pobre. El tiempo te crea envidias y ahora es muy insano no poder conformarse. Había una frase muy granaína, cuando pedías unos zapatos y tu madre te decía. «Niño, ¿tú te crees que somos los Rodríguez Acosta?».
Y de vuelta a su infancia y adolescencia, un contertulio repasa sus inicios, cuando en 1961 un vendedor de Philips se llevó una copia de una de sus canciones a Madrid y Miguel, sin esperar respuesta de la compañía, se plantó en la capital y en Madrid subsistió como pudo hasta que en 1962 grabó su primer EP, cuando adoptó con resignación el nombre artístico de Mike Ríos. Alguno de sus vecinos de la placeta de Cartuja, cuando lo de pronunciar vocablos en inglés era cosa de una élite, le preguntó intrigado: «¿Mi–qué–po–lláh?».
–¿Cómo fue aquello?
–Don Ricardo Fernández de la Torre era mi director artístico, que luego fue muy conocido porque era el que más sabía en la televisión del Ejército de España. Yo tenía 17 años y él tendría 40. Le puso el nombre al disco, 'Mike Ríos'. «Pero, don Ricardo, ¿usted sabe en Graná lo que es esto?». Me respondió: «¿Tú crees que Johnny Hallyday se llama Johnny Hallyday?». Ahora sabemos inglés y se pronuncia 'maik'. Pero fue verdad que, en la placeta, todos me saludaban: «Mi–que, ¿qué pasa? Mi–qué-polláh». Yo cometí el error de que, cuando estaba en los almacenes, uno de los vendedores que llegó a la sección de discos oyó una demo y me dijo que la llevaría a Philips y seguro que me contrataban. Yo me dí por contratado y lo conté en la placeta. Pasaba el tiempo y nada. Me decían: «Miguel, ¡qué disco más bonito has hecho!». «Y, ¿qué? Miguel, ¿ya ha salido el disco, no?'». Los íntimos amigos son los que menos piedad tienen [ríe]. Cuando vi lo de 'Mike' me dije 'ya la hemos liado'. Entonces no te importaba mucho, porque lo que realmente te preocupaba era pagar la pensión. Y así tuve que estar tres o cuatro años, hasta que hice una canción que se llamó 'Mi señor', que esa se vendió bien. Le dije a don Ricardo que ya estaba bien lo de Mike… Recuerdo que 'Fotogramas' publicó: «Ha muerto Mike Ríos». Dabas la vuelta y en la contraportada decía: «Ha nacido Miguel Ríos». Si mi madre ve esa portada es ella la que se muere.
Su madre murió con 93 años, poco antes de que el entonces ministro Manuel Pimentel le entregase en 1999 la Medalla de Oro al Mérito en el Trabajo en el Palacio de Carlos V. Lo vio triunfar sobre los escenarios en 1982 con el 'Rock and Ríos', esa gira legendaria que en marzo replicará en el WiZink Center de Madrid. Ya ha agotado la primera fecha.
–¿Cuándo se convenció su madre de que iba en serio?
–En Granada, el 'Rock and Ríos' se celebró por primera vez en la caseta municipal, en Almanjáyar. Era una caseta metálica donde cabían 700 u 800 personas como mucho. Mi madre me dijo: «¡Ay, Dios mío! Yo no me voy a meter en el follaero aquel». Había un montecillo, se llevó una silla y lo vio desde fuera.
–¿Qué concierto en Granada recuerda con más cariño?
–Hicimos uno llamado 'Concierto de la Luna Llena', con Al–dar y Alameda, y para los cambios de grupo contraté a una compañía de saltimbanquis y malabaristas en la que se había enrolado una nieta de don Miguel Olmedo, el dueño de los almacenes, el tótem. Lo veías y te temblaban las piernas. Fue en la plaza de Toros, estoy hablando del 77 más o menos. Conocí a la nieta de don Miguel, una chica estupenda, hippie, que escupía fuego y gritaba: «¡Soy la nieta de don Miguel Olmedo!». Te das cuenta del mundo al revés. Su nieta era tan rebelde que invocaba su nombre del prócer escupiendo fuego.
«La cualidad del pobre era no desear lo que no tenías. El tiempo te crea envidias y ahora es muy insano no poder conformarse»
–¿Nunca estuvo a punto de perderse por la fama?
–No te puedes pavonear mucho. Hay que entender que la popularidad es difícil mantenerla por siempre, algunos sí lo consiguen, pero yo he sido de altibajos.
–¿Lo ha pasado mal?
–Mal nunca, porque estaba haciendo algo que hacía poca gente. Era lo que me apetecía, y ¡ojo!, que he hecho canciones muy convencionales, en la vanguardia no he estado en mi vida, pero dentro de mis posibilidades intentaba mejorar mi prestación vocal y, como sabía poco de música, aprender al mismo tiempo. Descubrí cuando el 'Himno de la Alegría' que por mucho que tengas siempre hay alguien que tendrá más.
–Volvemos a las expectativas y a la envidia...
–Este es un oficio psicológicamente inestable porque necesitas la aprobación continua. Puedes sacar un disco y no gusta. Entonces piensas que ha sido porque no se ha oído o porque no se ha promocionado bien. Nunca admites que pueda ser porque no vales. Para protegerte de esas encuestas continuas hay que intentar no tomárselo demasiado en serio, pensar que todo es accidental y vienes de donde quieres llegar. Yo vengo de la gente que me vino a ver ayer. No quiero escapar de ese bucle.
–¿Qué opinión le merecen las casas de disco? ¿Se han aprovechado de su éxito? ¿O al revés?
–Ahora hay cuatro o cinco. Antes las había más pequeñas, con más independencia. Todas se fundieron en Universal, Warner y Sony. Me costaba mucho trabajo antes del 'El río' y 'Vuelvo a Granada'. Yo quería grabar rock and roll, pero hacía versiones y siempre te intentaban colar que cantases esta otra canción que era más fácil. Y no podía decir que no, era una cuestión de comer o no comer. Cuando empecé a vender discos y, sobre todo, cuando hice el 'Himno de la Alegría', empecé a intentar manejarlo. Había una cláusula en el contrato que decía: «Se verá obligado a trabajar según a su buen hacer y saber, sin abandonar nunca por lo que es conocido».
–¿Qué diferencia hay entre Spotify y una casa de discos de su tiempo?
–-Aunque me dijeran que cantará baladas volvería a donde don Ricardo [ríe]. Ahora es supervivencia pura y dura, está muy deshumanizado todo. Toda la evolución de la industria fue terrible porque la industria hizo enemigos en vez de clientes; que los que compraran el disco se sintieran partícipes de que el artista pudiera hacerlo. Las compañía y la industria se convirtieron en los artistas. Adoptó actitudes que eran ruines. Cuando llegó el cedé era más barato de fabricar y tenían que haber salido más baratos. Pero digitalizaron todo lo anterior y sin ningún respeto por la reedición. La falta de amor por el producto se notaba tanto, que el 'Rock and Ríos' cuando salió en cedé en vez de poner el libreto con las letras sacaron una hoja en blanco. Propiciaron la piratería. No había ninguna diferencia entre el pirata y el original. La industria juega con que ellos fabricaban los reproductores. Es cierto que esta tecnología está facilitando que los chavales toquen mejor que nunca. Lo llevan en el ADN y han oído la frase de Jimmy Page, que yo la tuve que decodificar. Yo oía a Elvis Presley y decía eso de mamá qué es. Spotify es un robo. El asunto de la creación, en todos los órdenes, ha ido perdiendo valor. ¿Qué está pasando con la leche? La gente te dice que trabaja por debajo del precio del mercado. Pues se puede trasladar a todo. Hay gente muy potente que retiraron el catálogo de Spotify y obligaron a negociar. Pero un chaval que está empezando no se puede rebelar. Sería cojonudo si hubiera un conciliábulo de todos los músicos.
A sus seguidores los considera «mecenas» [«Yo vivo de la taquilla, no robo al erario»]; varios cientos de «foreros» que acuden allá donde actúa y «nunca piden una entrada, solo que los saludes de vez en cuando». «En Murcia estaba un día el hotel Siete coronas y me volví a encontrar con una familia que me la había cruzado varias veces ese verano. Se montaron en el ascensor conmigo y le dije: 'Oye tío, perdona mi indiscreción, te he visto tres o cuatro veces'. 'Es que nosotros te seguimos. Planeamos el verano según donde vayas'.». Se dirige a ellos desde el escenario cuando los reconoce en el auditorio. Sus conciertos son más que música.
–Se expone en algunos comentarios. Algunos los aplauden pero otros no.
–Es el riesgo que corres cuando quieres ser de verdad, y te puedes equivocar mucho. Es muy importante en el espectáculo saber lo que es comedia para conseguir un clima y que quien haya pagado 70 euros no se sienta estafado. Sería muy torpe si después de sesenta años no hubiera aprendido algo pero todavía me puede muchas veces lo que pienso, la indignación o la alegría.
–Pero esos comportamientos nos son habituales en otros artistas.
–Son más listos que yo [ríe].
–¿Se siente artista y activista?
–No puedo ser activista porque tengo ideas y, como todas, seguramente sean muy cuestionables o, incluso, equivocadas. Yo pienso que no podemos seguir viviendo a este ritmo y que tenemos que frenar un poco y desear menos cosas. Eso se puede decir a lo mejor en una frase como en la 'Estirpe de Caín' [uno de sus últimos temas]: «Hay ricos en Mercedes que gritan libertad». Obedece a una imagen que vi cuando las caceroladas, un tío que salía con un megáfono en un descapotable guiado por un chófer. Es una imagen literaria muy tentadora para meterla en una canción. Lo mismo no es exacta y habrá mucha gente que tiene derecho a tener un Mercedes y vivir de puta madre porque se lo ha ganado. Tener dinero no es una cosa obscena, lo que no está bien es tener dinero obscenamente. Lo que está chungo es querer más y que no te baste con nada.
–A compañeros suyos como Serrat o Sabina le preguntan cómo se puede ser de izquierda y vivir como uno de derecha.
–Es una pregunta muy torticera y absurda. ¿Por qué no va a querer uno de izquierda que todo el mundo viva de puta madre? No se trata de que la gente se tenga que ir a vivir al Pozo del Tío Raimundo sino de igualar por arriba. Eso lo entiende cualquier persona que no quiera mal entenderlo, pero es difícil encontrar a personas que no quieran malentender algunas cuestiones. Esta relación de odio cainita que hay en la política es una cosa que se está transmitiendo. También puedes ser un eremita o lo que dijo Paco de Lucía: «Yo desde que gané el primer millón de pelas y no se lo doné a los pobres no soy de izquierda».
El «abandono flagrante» de Granada
Y la conversación llega a Granada. La ciudad a la que Miguel Ríos vuelve permanentemente, de la que nunca se ha ido, la que lo reclamó para que ayudara a promocionar y sacar adelante el Mundial de Esquí del 95 -que se celebró en el 96-, y hasta fue miembro del jurado que eligió como mascota a Cecilio, uno de los leones del patio alhambreño con caracteres humanos y camiseta de color burdeos. Tiene la Medalla de Oro de la Ciudad (1987), es Hijo Predilecto de Andalucía (2014) y Doctor Honoris Causa por la Universidad de Granada.
–Con todo lo vivido y recorrido, ¿cómo ve Granada y qué habría que hacer para avanzar?
-La segunda parte es la más difícil. Cómo hacer avanzar Granada. Tengo una visión intermitente de la ciudad, no he dejado nunca de venir, tengo una familia muy querida por mí, una ligazón de sangre muy importante. ¿Os habéis fijado cuando muestran una maqueta de algo que se está construyendo y la ponen a mucha velocidad? Pues yo podría contar Granada desde que de chavea me subía al Monte del Sombrero y oteabas toda la ciudad. Cuando me fui, desde el tren se veía la Alhambra al fondo. Cuando me compré mi primer coche y volvía desde Madrid veías al fondo un barbecho maravilloso y se apreciaba el cogollito de la ciudad arriba. Una ciudad ensimismada en la belleza. Y después he visto cómo se fue construyendo todo a una gran velocidad, pero el mismo modelo de ciudad que he conocido en todo el planeta. Los mismos polígonos fuera, una pérdida de identidad y el intento torpe de alcanzar lo que se llamaba la modernidad. Esos sitios enormes de naves donde iban empresas que iban a fracasar porque el tejido de la ciudad no podía mantenerlas. En los ochenta, cuando estaba en mi cúspide de popularidad, parecía que la ciudad también iba a despuntar. Estaba la Tertulia, los poetas, la Universidad, con Vida Soria de rector…
«Lo peor que podemos hacer es proyectar el agravio comparativo con Málaga. Nos tenemos que buscar la vida nosotros con lo que tenemos, peleándonos»
-¿Qué falló?
-Mi visión es periférica. Es la visión del que viene de fuera. No creo que sea más objetiva, pero sí es más prismática. La ciudad de los ochenta la relaciono con un tiempo y una actividad cuando empiezan las bandas, los TNT, los Magics… que eran bandas germinales, buenísimas. Esa rama sí ha progresado, en la música la ciudad sí sigue promocionando y sacando gente con un valor potente. ¿Por qué se ha quedado parada en la industria? En la capacitación industrial de la ciudad para regenerarse y competir. Desde fuera, como única visión y muy lerda, puedo pensar que, a lo mejor, es porque hay una especie de maldición del chavico, de lo pequeño, muy metido dentro, que va en contra de la modernidad de la otra parte de la ciudad e impide avanzar. La ciudad tiene dos caras, una muy moderna y otra muy conservadora.
-¿Culturalmente se ha explotado Granada?
-Si tienes un Palacio de Congresos como el que tienes, ¿cómo puedes explotar la ciudad culturalmente? El abandono de infraestructuras en Granada ha sido siempre flagrante. Cuando hicimos el Palacio de Deportes me traje a Paco Margarida, un ingeniero acústico, para que intentara acondicionarlo para conciertos, me costó una pasta. No solo no me hicieron caso sino que me dí cuenta de lo absurdo que es pretender ser racional en un momento en el que lo que se quería era terminar una obra para las elecciones. Se estaba haciendo un espacio nada multifuncional. Ahora va a tocar todo el mundo porque no hay otro sitio. La ciudad colectivamente no defiende el arte, ni la literatura, son los individuos los que lo sacan adelante. Luis García Montero sale por su talento, Juan Vida también, es la propia inquietud personal la que te hace abandonar la ciudad cuando había que abandonarla. Ahora, para hacer mi oficio, no hay que dejarla, la gente puede grabar aquí, José Ignacio Lapido y muchos otros están haciendo discos magníficos y los hace aquí. Entonces no te podías quedar en Granada. La posibilidad de hacer algo en Granada más allá del Rey Chico o de Neptuno era imposible. Te podías convertir en una orquesta de baile. Si querías vivir de esto te tenías que ir. A Los Ángeles, que se empecinan en vivir aquí, les cuesta la vida a dos de ellos en la carretera. Eran unas carreteras criminales y los chiquillos se volvían después de cada concierto. ¿Qué proyección se puede tener? Sin 'jardones' no hay porvenir. Lo peor que podemos hacer es proyectar el agravio comparativo con Málaga o Córdoba. Nos tenemos que buscar la vida nosotros con lo que tenemos, peleándonos. Granada tenía la materia prima para haber pegado un 'explotío' pero se quedó anquilosada. No puedes retener a Luis García Montero en la Universidad y, además le montas un cristo… pues se va.
-¿Está triste o decepcionado con Granada?
-Con Granada no, con el ser humano. Granada es una cosa muy primigenia para mí. Lo que digo de Granada es que necesitamos otro tipo de infraestructuras. A todos nos gustaría que Granada fuera la hostia pero no lo será si no hacemos algo.
-¿Conformismo?
-La gente que está viviendo en Granada, la que la vive, padece y disfruta, tendrá que inventarse algo. Hay que escarbar en todas las perspectivas que pueda haber. Hay que buscar un nicho donde Granada se pueda desarrollar, y el nicho natural no es poner tapas a mogollón los fines de semana. Tendría que perseguir la excelencia. Hay que buscar el sector de gente que se interese por lo que nosotros tenemos. No podemos abrir la veda y que entre todo el mundo. A quién le interese un producto cultural, paisajes, historia, que se pueda ir a la playa en media hora… ese target de gente. Y habrá que hacer un trabajo para eso.
-Y mientras tanto, Málaga los autobuses venden la Sierra.
-Y están en su derecho. ¿Si tuviéramos un aeropuerto internacional en Granada cambiaría la cosa?
Y con estos interrogantes abiertos, Miguel toma su último sorbo de vino y se despide: «Bueno, sarcófago para todos». Y los tertulianos siguen dándole vueltas al asunto. Sin arreglar gran cosa. Evidentemente.
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