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Rosa, durante la charla con IDEAL Torcuato Fandila

'Maamma Rosa', todo por su hijo

Desde la provincia | Rosa Martínez Vera ·

¿Qué hace falta para hacer realidad un proyecto imposible que con el paso de los años presta atención especializada a 533 personas con discapacidad intelectual, en el que trabajan 323 profesionales y se ha convertido en la principal empresa privada de la comarca accitana? La respuesta es una madre coraje, Rosa Martínez, que hizo de la sencillez su arma para llegar y convencer en la calle y en los despachos

Juan Jesús Hernández

Granada

Domingo, 14 de noviembre 2021, 23:26

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'Maamma Rosa', como le llamaban cariñosamente algunos de los menores internados, no acabó la EGB pero fue capaz de demostrar que los sueños se pueden hacer realidad, y construyó desde la nada un impresionante complejo docente, asistencial y residencial para que los niños y mayores con discapacidad intelectual «tuviesen una escuela a donde ir y fuesen como los demás niños y jóvenes de su edad».

La idea nace cuando en la sociedad de hace cincuenta años a las personas con capacidades diferentes se les llamaba 'subnormales' y en las familias, en algunas de ellas, tener un hijo con problemas era motivo de desgracia y vergüenza. Medio siglo después la mentalidad social ha cambiado hasta en el lenguaje, y aquella 'disparatada' idea de una sencilla mujer accitana se ha convertido en la principal empresa de la comarca y uno de los centros con más demanda por familias de toda España que saben de su excelencia.

Todo empezó en los años setenta, cuando Rosa y Miguel, su esposo, fueron padres de un niño con hidrocefalia, deformidad en los pies y una gran discapacidad intelectual. La madre cree que las repetidas pruebas que le hicieron con rayos X cuando estaba embarazada dañaron el cerebro del feto. Nadie le confirmó este diagnóstico, pero ella siempre ha creído que los problemas de su hijo se debieron a esas radiografías. Sea como fuere, Miguel Ángel llegó a sus vidas y los problemas empezaron a medida que crecía.

«Al principio salíamos a la calle con normalidad, pero según se iba haciendo mayor su carácter complicaba las relaciones. Un día se lanzó a la mesa de una terraza para comer de los platos y vimos que incomodaba y asustaba a los clientes. Durante un tiempo decidimos quedarnos en casa, pero no estaba dispuesta a encerrar a mi hijo sin darle la oportunidad de tener un lugar en el que pudiera ser tratado y atendido como requería un joven como él». Rosa reconoce que su hijo les cambió la vida pero asegura que prefiere quedarse con lo bueno que tuvo que llegase por la oportunidad que le dio para que durante décadas miles de niños, jóvenes y mayores como él hayan tenido los cuidados que necesitaban y merecían. «Quiero pensar que Dios me dio un hijo con esos problemas para que yo hiciese algo importante para los demás».

Aunque entonces apenas había centros ni públicos ni privados en la provincia para acoger a personas con discapacidad, primero intentó encontrar un lugar para su hijo en un colegio de Granada. «Estuve en uno de ellos y observé en el patio a un educador con una varilla y detrás de él a un grupo de niños. Los llevaba como si fueran pavos y no me gustó, así que salí de allí convencida de que había que hacer algo en nuestro pueblo». Habló de ello con un sacerdote, con la Asociación de Amas de Casa y otros colectivos y todos trataron de disuadirla por la dificultad que entrañaba el proyecto. «Aunque era consciente de mis limitaciones, estuve muchos años con esa fijación. Tenía muchas debilidades. No estudié. Estuve en un colegio hasta los 12 años y después mi madre me metió en un taller para aprender a coser, que era casi lo normal de aquellos años. De la casa salí con 26 años para casarme con Miguel, el único hombre que he conocido y un hombre maravilloso que era todo bondad».

Arriba, primer colegio en el palacete de los Marqueses de Pañaflor, y abajo, recogiendo premios en diferentes instituciones
Imagen principal - Arriba, primer colegio en el palacete de los Marqueses de Pañaflor, y abajo, recogiendo premios en diferentes instituciones
Imagen secundaria 1 - Arriba, primer colegio en el palacete de los Marqueses de Pañaflor, y abajo, recogiendo premios en diferentes instituciones
Imagen secundaria 2 - Arriba, primer colegio en el palacete de los Marqueses de Pañaflor, y abajo, recogiendo premios en diferentes instituciones

La ayuda de don José Luis

Había mil obstáculos y no sabía por dónde empezar, ni con quién había que hablar, pero lo hizo y su coraje la llevó hasta otro sacerdote, José Luis de los Reyes, al que en marzo de 1972 lo convenció para adentrarse en una aventura extraordinaria que se iría traduciendo con el tiempo en un complejo a favor de personas con discapacidad intelectual que cuenta con diez centros diferentes en nueve edificios. «A don José Luis le dije que había que hacerlo porque los deficientes de Guadix tenían los mismos derechos que los de Granada o Almería. Le insistí tanto que le llegué al corazón y me dijo que le diera unos días hasta que pudiera hablar con el obispo, que entonces era Antonio Dorado Soto. La idea le gustó y le ofreció el palacete de los Marqueses de Peñaflor. Estaba en mal estado, con los techos apuntalados y reunía pocas condiciones porque no había ni calefacción, «pero ya teníamos algo para empezar». Recuerda que cuando conoció la noticia saltó y gritó de alegría y no durmió nada en toda la noche. Al día siguiente el sacerdote le dijo que lo que «no se empieza no se termina», que era la manera de anunciar que había que seguir hasta conseguir instalaciones nuevas y dignas.

«Un 23 de diciembre teníamos una cita concertada con el delegado de Educación en Granada. Siempre me acompañaba mi amiga Adelina y a veces también don José Luis, pero al final a los dos le surgieron problemas de última hora y me vi sola. Para mí era un mundo y estaba temblando. Mientras esperaba en el pasillo para ser recibida me decía 'señor, ayúdame, señor ayúdame...'. La secretaria me avisó y me dijo 'doña Rosa, pase usted', y me dio hasta frío. ¿Quién era yo para que me llamasen doña Rosa? Al estar delante del delegado, Juan de Dios López Molina, le pedí que me perdonase porque no sabía cómo dirigirme a él, y me tendió la mano y me tranquilizó: 'Olvide que soy el delegado y piense que está hablando con el padre de una hija con síndrome de Down'. Que Dios me perdone, pero nunca me he alegrado tanto de que alguien tuviese un hijo deficiente porque sabía que así me entendería. Y lo hizo y salí de allí con el compromiso de abrir tres unidades en el centro con los profesores necesarios».

Muchas necesidades

Era el primer apoyo público que llegaba pero las necesidades económicas exigían muchos recursos, así que se creó la Asociación San José, en mayo de 1973, y los jóvenes del club parroquial Ameyal se dedicaron durante meses a recaudar fondos en la calles de la comarca con múltiples actividades. Hasta ayudaron a limpiar y acondicionar las instalaciones del palacete. «Todo era casi artesanía. Coincidió que cerraron un colegio en Guadix y nos dieron muebles y material escolar y de cocina que trasladamos a pie...».

La movilización social que promovieron Rosa y el sacerdote fue tremenda. En todas las iglesias de la comarca al acabar la misa hablaban del proyecto y pedían ayuda. «La respuesta de la gente fue emocionante porque los templos se llenaban a reventar. Yo les hablaba como la madre de un niño deficiente que necesitaba cuidados especiales, les decía que no había que avergonzarse, sino ayudarles, y me entendían».

Momento de la primera piedra.

Así la asociación logró el apoyo de más de 6.000 socios protectores que aportaban cada uno su voluntad. Esos fondos permitían que en un primer momento se pudiesen atender a los primeros 17 deficientes, que en nada de tiempo eran ya más de 30, recogerlos y llevarlos en taxis en los pueblos cercanos y darles también de comer. «Había familias del campo que nos llevaban cajas de patatas, frutas y verduras... Yo le pedía a todo el mundo y la verdad es que recibíamos mucho apoyo. Hasta los huesos del jamón nos venía bien para los pucheros».

El siguiente paso era poner en marcha la construcción del primer centro, dotado con aulas, internado, cocina, talleres... El Banco de Crédito les concedió un préstamo de 30 millones de las antiguas pesetas y se contrató a la empresa Agromán. En pocos meses se levantó primero la residencia, y así durante el día los niños estaban en el palacete y por la noche los trasladaban a sus habitaciones en la residencia. «Hice polvo mi coche de entrar y salir por aquel camino lleno de obras lleno de baches para el traslado de los niños varias veces al día, pero no había otra».

Los gastos eran cada vez mayores y plantearon a los padres de los niños internos aportar una cuota de 500 pesetas. La respuesta de muchos de ellos fue llevarse a sus hijos para no pagar lo que en realidad era una ayuda simbólica. «La mayoría podían afrontarla, pero no querían porque decían que el dinero era para mi. Fueron gestos aislados de incomprensión que, aunque dolorosos, desaparecían por el cariño que recibíamos de la gente, de los padres y de los propios niños, que nos convertían en su familia».

En aquellos años setenta pasaron momentos de muchas dificultades para hacer frente a los pagos de la residencia. Había que pagar las obras y cubrir las necesidades de los internos. «Debíamos más de once millones de pesetas y le pedí al dueño de Agromán que nos rebajase la deuda. Se portó muy bien la empresa desde el primer momento, pero prácticamente dejé mi casa en manos de mi marido, de mi madre y de mis hijas, y me pasaba el tiempo en la calle pidiendo en bancos, en asociaciones como Cáritas... Había que sacar aquello adelante. Hasta dejé mi taller de modista con cuatro ayudantes; se lo quedaron ellas y me pasaban 6.500 pesetas al mes, pero la residencia necesitaba una cocinera más y como no había fondos de mi sueldo la pagaba yo».

El centro Nuestra Señora de la Esperanza abría como una moderna residencia para más de cien niños y adolescentes que nos llegaban de la comarca, pero también de otras provincias, incluso de Madrid, Canarias o Barcelona, porque entre las familias corrió la voz de la calidad de las instalaciones y la buena atención que daban a los deficientes, «y eso era mérito de un personal entregado que daba todo su cariño. Se llenó enseguida. Siempre hemos tenido lista de espera y eso que no hemos parado de crecer y crecer. Había casos tan graves que debíamos tener un profesional pendiente las 24 horas de un máximo de tres niños que exigían cuidados permanentes para que no se ahogasen con las flemas.

Cambiar la mentalidad

La importancia de esta iniciativa estaba en ofrecer un lugar para acoger deficientes, pero también era muy importante cambiar la mentalidad de quienes consideraban a estas personas estorbos en sus vidas. «Cuando llegaban las vacaciones había familias que no querían llevarse a sus hijos y había que avisarles a través de la Guardia Civil. Esperaban todo lo posible antes de recogerlos de la residencia y algunos de ellos reflejaban la tristeza de no sentirse queridos por sus familias».

Cuando dejó la asociación se marchó con mucho dolor porque se había dejado allí la vida y se le amontonaban miradas perdidas de sus muchachos, el incendio fortuito que se cobró cuatro vidas, quebraderos de cabeza para pagar deudas y momentos, muchos buenos momentos de las metas que alcanzaron.

Rosa tiene dificultades para moverse y lleva casi dos años sin salir de su habitación con ayuda de oxígeno. Desde la ventana observa el trasiego de empleados y residentes que acuden a las aulas, a los talleres o al comedor. Allí se palpa la vida que alimentó 'maamma Rosa' y sobre todo se percibe el cariño para quienes más lo necesitan.

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'Maamma Rosa', todo por su hijo