Borrar

Un lugar en el tiempo

Relato de verano ·

«Un hombre puede ser destruido pero no derrotado». —Ernest Hemingway

MANUEL IZQUIERDO RUIZ

Sábado, 18 de julio 2020, 00:25

Comenta

Sólo el final agudo de la atalaya osaba romper por entre las copas de los vetustos robles que le daban cerco, no tenía entrada alguna y sus únicas aberturas al interior estaban en su cumbre: cuatro breves ventanucos sin marco ni vidriera, orientados a los cuatro puntos cardinales que daban paso al escaso espacio interior.

En el centro de la estancia un caldero borbollaba mansamente sobre un fuego que trenzaba arabescos anaranjados sobre su tiznada panza metálica, alimentado eternamente por unos leños de tejo anciano que de forma inaudita ardían sin consumirse jamás.

A la luz del fuego hechizado, las sombras se deshacían en cabriolas imposibles y revelaban imágenes fugaces del interior de la estancia que mostraba sus paredes tachonadas de viejos libros dormitando sobre estantes derrotados bajo su peso milenario. Una castigada mesa, invadida por redomas y artefactos mullidos por el manto de polvo que dormitaba sobre ellos, ocupaba buena parte del poco espacio disponible, mientras que un veterano sillón, tan olvidado y polvoriento como el resto de los escasos enseres, presidía y completaba el magro ajuar de aquel oscuro lugar.

De entre las sombras la figura ajada del mago surgió como un espectro, sujetando entre sus manos consumidas una cristalina bola que depositó con diligencia sobre una pequeña peana preparada para el caso en el ventanuco que oteaba el Oriente, por donde se empezaba a adivinar el destello albo de la luna llena.

Al instante el corazón de la esfera pareció avivarse y vibrar al son del conjuro para a continuación hacer imagen de la luz y crear sobre sus entrañas invisibles sombras y figuras, fantasmas que a los huidizos ojos del mago tomaron formas conocidas y hablaron sólo para sus oídos de iniciado.

Podía ver con claridad la imagen de una hacienda mal encalada y algo abandonada aunque no pobre. En el dormitorio principal un hombre demacrado agonizaba rodeado de apenas media docena de familiares y allegados que lloraban su inminente perdida, pudo escuchar sus llantos y ante aquella escena de dolor la cara del nigromante se tajó cruelmente con algo parecido a una sonrisa.

Contempló el malvado con regocijo cómo el doliente hacía testamento, recibía los óleos y cómo, tras tres días de desmayos y penares, pasaba a mejor vida. Tras tantos años maquinando la perdición del pobre infeliz, al fin lo había conseguido.

Recordó el momento lejano en que cobijado por las sombras sus artes nublaron los sentidos de los que rodeaban al incauto, torció su entendimiento para poner a casi todos en su contra, engañados sin esfuerzo por su ciencia maligna. Y aún así no fue tarea baladí el acabar con aquella alma ajena al desaliento, a su agudo entendimiento nunca le fue extraña la verdad, él fue al único al que no pudo engañar jamás y en viendo que sus tragedias eran sin duda fruto de sus artes malignas redoblaba sus tareas con más ánimo si cabe. Lo mismo daba que trasmutase invencibles gigantes en vulgares molinos o regios yelmos dorados en groseras herramientas de barbero. A los ojos de las gentes, cegadas por su magia, eran locuras de trasnochado caballero, sólo su víctima reconoció la mano oculta detrás de las calamidades que le perseguían sin tregua y para su desdicha y desesperación su noble acero nada podía contra su poder lejano e invisible que oculto desde su inaccesible torre no daba tiempo al descanso con tal de buscar su ruina.

Cayó en la bellaquería más vil y despiadada para alcanzar sus propósitos. Si, aún traspasado por la vergüenza había de reconocerlo. Fue él y no otro quien trasmutó la belleza sin par de Dulcinea en la tosca apariencia de moza pueblerina. Sin duda es la parte de sus asuntos que menos le gustaba recordar, pero era de justicia decir y reconocer que la más hermosa dama siempre fue tal y que su aspecto de villana no resultó sino de uno de sus más bajos encantamientos. Mucho debió sufrir el caballero al ver a su amor tan maltratado de porte y de semblanza, pero de su sufrir sacó él los ánimos para desfigurar la imagen de la que sin duda ha sido la más bella dama que los tiempos han visto ni han de ver.

En un arrebato de ingenio pergeñó el plan de susurrar en los sueños de aquel escritor de comedias fracasado las desdichas de tan maltrecho caballero, para que dejara que la tinta rancia de su pluma pusiese su maltratado nombre y sus desgracias al alcance de cualquiera, para que su nombre fuera corrido por doquier, arrastrado tanto por villanos como por señores y fuera motivo de chanza cruel, para que aquel que buscaba la gloria sólo encontrara la burla y su nombre, durante la breve vida que se le antojaba tendría aquella fábula grotesca, se convirtiera en semejante de todo lo ridículo y absurdo.

Pero ya todo estaba concluido, Don Quijote había dejado la tierra de los vivos, en sus últimas palabras se reconoció loco y abominó de su vida caballeresca. ¿Hay acaso una victoria mayor que ver al propio rival negándose a sí mismo y a sus logros?

El siniestro brujo no cabía en sí de gozo, había sacrificado toda su vida en pos de la aniquilación del caballero y no sólo lo había conseguido al fin, sino que además su nombre y su memoria se le antojaba que bien pronto caerían en el olvido; en un suspiro la veleidosa memoria de las gentes ya no recordaría detalle de la historia de aquel loco y sus extravagancias. Si acaso cuando alguien leyese sobre él mismo, sobre el gran sabio Frestón, harían quizá mención vaga a una de sus mayores gestas, como fue la destrucción del último caballero andante, un último caballero del que sin duda nadie hallaría recuerdo alguno de sus hazañas ni por supuesto de su nombre. De ese punto su saber infinito estaba absolutamente cierto.

Este contenido es exclusivo para suscriptores

Publicidad

Publicidad

Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.

Reporta un error en esta noticia

* Campos obligatorios

ideal Un lugar en el tiempo

Un lugar en el tiempo