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Lección de anatomía

Relato de verano ·

diego caba garcía

Jueves, 16 de julio 2020, 00:15

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Tengo un trabajo estable en la Facultad de Medicina. Aquí me encuentro como en mi casa, pero no sentiría ninguna atracción por mi tarea si no me permitiese estar cerca de María. María era mi profesora de Anatomía de quinto curso. A estas alturas no sabría precisar si bebía los vientos por ella porque su firma me subyugó o si, debido a que su persona me deslumbró, comencé a experimentar también una viva devoción por sus huellas o accesorios: su firma misma, las baldosas que había pisado, el oxígeno que había respirado o los posos de la taza en que había tomado café.

Nunca había degustado una calabaza tan dulce como la que María me aderezó en el examen de junio. Aquella calificación rotunda me anonadó, pero no por sus consecuencias académicas (los estudios habían dejado de interesarme desde el día en que la conocí), sino por la firma enérgica y voluptuosa, contundente y sensual a un tiempo. En efecto, por debajo del nefasto «muy deficiente», aparecía -¡oh maravilla!- aquel trazo ascendente, finalizado en rúbrica envolvente. ¡Vaya si me envolvió! Todavía cierro los ojos y puedo ver aquella firma, que hubiera podido reproducir a la perfección.

La cruda realidad, sin embargo, es que aquel examen representaba la última oportunidad de aprobar Anatomía y de obtener el Título. Había agotado todas las convocatorias, incluida la extraordinaria, que concedía graciosamente el Ilustre Señor Decano. Al frente se vislumbraba una desgraciada existencia alejada de la Facultad y de María. Aquella perspectiva era insoportable, y para mí no iba a suponer ningún consuelo cruzarme con ella de cuando en cuando y escuchar de sus labios: «¿Qué es de tu vida? ¿Has encontrado trabajo?»

Desterrado de la vida estudiantil, debía poner toda la carne en el asador. Tenía que explorar todas las posibilidades que la Facultad pudiera ofrecerme para continuar bajo aquellos techos: cocinero, conserje, jardinero ... Lo que fuera, con tal de poder sentirme vivo cerca de María.

Pronto comprobé que aquella misión no iba a resultarme fácil. Padecí noches de insomnio y largas jornadas de brega infructuosa tratando de encontrar el pasadizo al Edén, la oportunidad que me permitiese seguir recorriendo los desconchados corredores del vetusto edificio como si se tratase, gracias a mi amada, de frescos y amenos senderos poblados de hiedras y azucenas. Pasillos frecuentados por mi profesora, ajena entre tanto a mis desvelos y sufrimientos.

Cómo añoraba ahora sus eruditas lecciones sobre el quinto metacarpiano o el hueso occipital, explicaciones baldías, sin embargo, pues cada mañana surcaban mi cerebro de un oído a otro sin dejar la menor estela. Pero, ¿me hubiera ido mejor de haber sido un alumno aplicado, o incluso aventajado? Mi sino fue oír el primer día de clase el taconeo de María sobre el estrado y, a final de curso, aprobado o suspenso, no poder volver a hacerlo sino en mis ardorosas ensoñaciones nocturnas o en las recurrentes e hirientes reconstrucciones de mi memoria. Malditos destino y memoria contra los que habría en adelante de luchar en una guerra en las que llevaba todas las de perder.

Ya casi me había resignado a escuchar la cristalina voz de María solo con ocasión de conferencias o mesas redondas eventuales (en que disertara ininteligible pero melifluamente, pongamos por caso, sobre la protrusión foramino extraforaminal derecha en L4-L5) cuando, inopinadamente, atisbé el conejo que la vida siempre esconde en su chistera y lo agarré por las orejas. ¿Cómo no se me había ocurrido antes? El conejo roía la zanahoria delante de mis narices y yo no había leído el recetario de Simone Ortega.

En honor a la verdad, he de aclarar que la gran solución a mi carencia de María no era del todo mágica, sino que requería de un par de gestiones administrativas y exigía cierto grado de valentía y algún sacrificio personal, pero, ¿qué suponían aquellas mínimas renuncias frente a la inconmensurable recompensa que esperaba obtener? Solo habría de dar un paso al frente y, al final del túnel, podría encontrarme con María como siempre había pretendido yo mostrarme ante ella: ligero de equipaje y a su total disposición…

Todo salió a pedir de boca. En adelante ocuparía algo parecido a lo que pudiera denominarse un puesto de docente-ayudante. Tomé posesión y, tras una primera etapa de pudor que hube de superar, asisto ahora con desenfado a sus explicaciones sobre los rudimentos de la materia. Y lo hago con tal proximidad a mi amada que puedo aspirar su cálido aliento como las abejas aspiran los efluvios florales. Me reconforta verla doblar con profesionalidad la articulación húmero-cubital, o acariciar con soltura magistral la conexión entre calcáneo y astrágalo, o introducir, y esto sí que sí, su mano, que imagino plena de lujuria, entre la sexta y la séptima costilla esternal del modelo esquelético que se yergue sobre el entarimado… Del impúdico modelo esquelético en que me he convertido.

Sí, doné mi cuerpo a la ciencia por María. Mas un sentimiento tan vehemente como el que profeso por ella no podía conformarse con tales logros, intensos, pero efímeros a fin de cuentas. Mi amor aspiraba a ser recíproco y de jornada completa. ¡Oh! ¡Hubiese sido fabuloso que María también se donase! Hombre y mujer, osamentas masculina y femenina, entrecruzadas y confundidas en una hermosa estampa que, de haber sido imaginada por mi profesora, no habría dudado, a buen seguro, en componer junto a mí, registrando para ello su última voluntad con aquella firma enérgica y voluptuosa, contundente y sensual que, con los ojos cerrados, yo hubiese sido capaz de reproducir a la perfección.

Tal y como hice en la segunda de mis venturosas gestiones administrativas… Y ahora espero la ocasión, confío en que no muy lejana, en que el sol decline tras las ventanas del aula de Anatomía y, bañados por la plateada luz de la luna y a salvo de las indiscretas miradas de los circunstantes, María imparta lecciones prácticas de Anatomía teniéndome a mí, mondo y lirondo, como único alumno.

Sé que entonces sí que aprobaré.

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