El ala invisible del avión
Relato de verano ·
mercedes garcía esteo
Viernes, 21 de agosto 2020, 23:53
Sábado, 17:55.
Miniaturas. Los aviones eran auténticas maquetas, insignificantes juguetes, ridículas imitaciones celestiales, pero volaban. Cada vez los hacían más pequeños, más aún con la maldita pandemia que había empequeñecido todo lo terrenal.
Miró de reojo a su compañera de viaje. No parecía usar los guantes reglamentarios al igual que tampoco hacía uso de ningún gel hidroalcóholico. Rebuscaba algo en su bolso y había sacado con nerviosismo diferentes artículos dispersándolos por el asiento vacío que los separaba. ¿Estaba invadiendo el espacio neutral? No se lo podía creer. Comenzó a respirar con ansiedad y a separarse un poco la mascarilla. ¿A qué demonios estaba esperando el avión para despegar? Pese al férreo protocolo que seguía la compañía aérea no se sentía a salvo. Intentaría pasar el trago lo mejor posible. Repasó su propio protocolo: «No tocar, no descuidarse y mantener la mascarilla en su sitio». Pero por más que él siguiese con religiosidad las sagradas normas no parecía que su compañera de avión pensara de la misma manera.
Había llegado con su melena ondulada y su desparpajo natural, desprendiéndose con gran trasiego del equipaje de mano. Era de ese tipo de mujeres que no pasan desapercibidas y que se sienten como en su casa. Pendientes largos, uñas pintadas de azul, jersey amplio y cómodo, aunque… no sabría muy bien decir si tenía un rostro agradable tras la mascarilla. Se saludaron moviendo levemente la cabeza. Si total, para qué hablar. En pocos meses se había implantado un lenguaje universal basado en la articulación de gestos. Teniendo en cuenta que la evolución de la especie se caracteriza por la adaptación, ahorrar energía corporal debía de haberse convertido en un nuevo signo de los tiempos.
18:04
Cuando los motores del avión comenzaron a arrancar hubiera deseado que alguien la cogiera de la mano. Echaba de menos tener en quién apoyarse. Necesitaba sentir otra piel. Llevaba mal la soledad. ¿Dónde estarían los auriculares? Había salido sin pensar. Con demasiada frecuencia el tiempo la sorprendía y la retaba. Acababa de ordenar el bolso. Disponer de más espacio era de lo poco bueno que tenía la pandemia. Miró de soslayo a su vecino que, tras unos brazos que sobresalían fuertes y varoniles, no dejaba de tocarse la mascarilla.
La azafata comenzó a representar la archiconocida retahíla protocolaria. ¿Habría valido ella para azafata? Hace unos cuantos años quizá… pero qué tontería, quien es elegante lo es para siempre y ella desde luego había nacido con esa distinción innata que ya le decía su madre: «Manoli, eres elegante hasta para ir a comprar el pan». Intentó reconocer algún repunte de altivez en la chica. ¿Había en ella algo de orgullo al sentirse observada? Apostaría a que su vecino la seguía con atención. Lo miró con disimulo. Intentaba descubrir si lo delataba algún brillo inusitado en sus pupilas pero no, ni siquiera parpadeó. Parecía sudar mientras se separaba con una mano el cuello de la camisa y con otra la mascarilla.
18:07
Por fin despegaban. Comenzó a tranquilizarse. Guardaba como un tesoro el libro que necesitaba para entretenerse durante el vuelo. Leer para él era como respirar, aunque su vecina parecía que no llevaba muy bien el despegue. Tenía los ojos cerrados y se aferraba con miedo al asiento. En ese momento le transmitió una gran sensación de fragilidad, y un atisbo de ternura revoloteó con la misma intensidad que la profunda vibración del motor. Pensó en darle la mano para tranquilizarla, pero no lo hizo. ¡Qué tontería! Últimamente sentía emociones demasiado extravagantes.
18:46
Sin lugar a dudas mientras leía el libro se había transformado en un hombre aún más interesante, más intelectual. Le recordaba a su padre. «Un hombre que lee jamás le hará daño a nadie», le había dicho más de una vez su progenitor. En ese momento él levantó la mirada y la posó con serenidad sobre ella, como si despertara de un bonito sueño y le sonrió o eso creyó sentir ella porque aunque no podía ver su boca, habría jurado percibir un leve pliegue tras el contorno de sus ojos. Pero era bastante incómodo establecer conversación con la mascarilla, así que se giró. Con las prisas no había tenido tiempo de escoger un buen libro, porque también ella encontraba placer en la lectura. Casi nadie de su entorno conocía esa faceta suya; era una costumbre que mantenía desde niña y la llenaba de satisfacción. Por un momento imaginó a ambos leyendo, tapados con una manta, junto a la chimenea, al calor de una noche de sábado sin necesitar a nadie ni a nada. Tan solo ellos, sencillamente felices. Y dicho pensamiento pasó rasante sobre su cabeza a la velocidad de la luz hasta desaparecer.
19:28
La vio alejarse tras bajar la escalinata. Casi no se habían despedido. Tan solo un leve movimiento de cabeza y algún susurro, de idéntica manera a cuando ella llegó. Le gustaba su forma de caminar moviendo sinuosamente las caderas, transportando su equipaje con suma elegancia. Se había sujetado el cabello con una improvisada pulsera a modo de goma y todo en ella rezumaba naturalidad. Parecía llevar prisa. «Una pena», pensó, mientras se sacudía aquella volátil sensación. Pasaría la noche del sábado saboreando algún libro al calor de la chimenea, como una noche más de entre otras muchas noches del invierno.
19:30
Se detuvo instintivamente para mirar hacia atrás. Quería observar por última vez el avión prendido en la noche oscura como el gran milagro que representaba para ella. Una vez más había superado con valentía la prueba aunque no sabía si a la siguiente también saldría victoriosa. Pero ante aquella estampa vio caminar ensimismado a su compañero de vuelo. «Una pena», pensó por un momento, y su ágil mente volvió a encauzar su pensamiento hacia el transporte más adecuado que debía coger para no perder la vez en aquel endemoniado ritmo que ni la pandemia había conseguido cambiar.
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