El hombre que perdió su sombra
JOSÉ ABAD
Miércoles, 15 de julio 2020, 00:16
Dicen que se llamaba Amman y pudiera ser cierto pues su nombre significa 'El que construye' y él se dedicaba a abrir y limpiar pozos y restaurar los dañados o derruidos por la azada de los años. Todo sucedió estando Amman dentro de uno. Al salir, su esposa, que solía acompañarlo para acercarle las herramientas o el pellejo de agua, se quedó mirando al suelo absorta: «No tienes sombra», dijo. Mientras recogía la cuerda en torno al propio brazo, Amman miró donde la mujer miraba y su rostro se tiñó de idéntica sorpresa, pero rehuyó la verdad con una mala explicación: «Tenemos el sol justo encima».
Hablaba por hablar. Aunque el sol estuviera en su cénit, había una mancha mínima a los pies de su esposa; a sus pies, en cambio, nada. «Será mejor que volvamos a casa», musitó él y ella, que notaba tensarse la soga de la inquietud, estuvo de acuerdo. De camino, Amman miró de reojo a sus espaldas: su mujer arrastraba una sombra torcida tras de sí; él, nada.
En casa, cerró los postigos y sumió su humilde vivienda en la penumbra. Se sentó en un rincón y permaneció allí un buen rato. Su esposa le preguntó si le preparaba el almuerzo; él negó con la mano: no tenía hambre, sólo sueño, pero luchó por no quedarse dormido. Descendió en los pozos del recuerdo en pos de algún caso semejante; no halló ninguno. Entonces llamó a su mujer y le dijo que buscara al viejo Yamán, que tenía fama de hombre sabio, y quizás fuera verdad, pues su nombre significa 'El que ha sido dotado por Dios de buenas cualidades'.
Yamán acudió de inmediato, alarmado por las explicaciones de la esposa, repitiendo a modo de salmodia: «Todo tiene arreglo en esta vida, excepto la muerte». El pocero le contó lo sucedido en pocas palabras –tampoco había mucho que contar– y el anciano lo invitó a salir fuera para verlo con sus propios ojos. Yamán dio varias vueltas alrededor de Amman en busca de esa sombra inexistente; le miró con atención las muñecas y los tobillos porque, según dijo, las sombras están cosidas a nosotros en estos puntos. Al no hallar nada, lo hizo entrar en casa y dentro le habló así: «He oído hablar de estos portentos, pero creía que moriría sin presenciar uno». Y a continuación atacó un discurso que Amman sólo entendió a medias.
Le explicó que según ciertos filósofos el ser humano está compuesto de cuerpo (morada de nuestros apetitos), espíritu (residencia del conocimiento) y sombra (depósito de nuestra conciencia), y le preguntó si había cometido algún acto reprobable del que avergonzarse. Amman lo negó con firmeza y espanto; él era un hombre temeroso de Dios. «Debo suponer que no has vendido tu sombra a ningún demonio», tanteó Yamán; el otro negó con mayor ahínco. «Lo digo porque no sería extraño tropezar con algún demonio allá abajo. Les gusta adornarse con sombras y suelen pagarlas generosamente. Los incautos las venden pensando que una sombra es cosa superflua pero, como he dicho, en nuestra sombra se almacena nuestra conciencia. ¿No has visto personas con la sombra más densa que otras?». Amman juró por su mujer y por los hijos que esperaba tener en el futuro que no había tropezado con ningún demonio, de manera consciente al menos, y que en cualquier caso jamás de los jamases le habría vendido su sombra.
«Me complace saberlo –afirmó Yamán–, esto simplifica las cosas». Y entonces preguntó si había sufrido algún accidente dentro del pozo. Amman lo miró con mirada admirada: «¿Cómo lo sabe? Mientras subía, resbalé, y a punto estuve de precipitar». Yamán dio una palmada de felicidad: «Así que era esto, ¡Alá sea loado! Verás, el miedo es como una cuchilla capaz de cortar los hilos que unen la sombra al cuerpo. Cuando creías caer, la sombra debió de separarse y los Guardianes de la Tierra la retienen ahora. ¡Bien! Todo tiene remedio en esta vida, excepto la muerte, amigo mío. ¡Atiende! El remedio es sencillo». Y el anciano ordenó a la mujer que llenara de agua limpia una jarra de barro rojo y echara dentro pétalos de flores de diferentes colores. «Cuanto más variados, mejor». Ella se fue al mercado corriendo y volvió con rosas blancas, amarillas y rojas, y claveles, geranios, dalias, lirios, malvas y pensamientos. Durante la noche, mientras Amman se sacudía en sueños, Yamán estuvo arrancando uno a uno cada pétalo. El anciano entonaba lo que parecía una plegaria y resultó ser una canción vulgar, de las que suelen cantarse en malas compañías.
Al alba, regresaron al pozo y Yamán invocó a los Guardianes de la Tierra entonando, ahora sí, una oración solemne y piadosa, y exhortando a esa sombra pusilánime a reintegrarse al cuerpo de su legítimo propietario. Llegado el momento, el anciano no acertó a recordar si había que beberse el agua de la jarra o bien lavarse con ella, de modo que instó a Amman a hacer ambas cosas. Cuando se encendían los primeros rescoldos del día, le ordenó descender al pozo y permanecer dentro hasta que el sol estuviera sobre sus cabezas. Hubo que esperar varias horas y, en vista de que había pasado la noche en vela, Yamán se quedó dormido junto al pozo. Al despertar le preguntó a Amman cómo se sentía, y como respondió que bien, le ordenó salir con cuidado, no fuera a romper la sombra de nuevo. Amman obedeció, pero tanta prevención sería inútil; la sombra no había respondido al reclamo. A los pies del anciano había una mancha mínima, oscureciendo la tierra. A los pies del pocero, nada.
«Entonces no queda sino pensar que huyó de ti por propia voluntad», musitó el anciano. «¿Y cuándo volverá?», preguntó Amman. El otro se tomó su tiempo antes de responder: «Cuando se canse de estar lejos o haga las paces contigo». «Pero ¿qué haré entre tanto?». A Yamán le habría gustado disponer de una respuesta mejor: «Vivirás mientras todos duermen, tu sombra será la de la noche». Y añadió con alegría inconveniente: «¿No te había dicho que todo tiene arreglo en esta vida, excepto la muerte?».
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