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Fermín Criado, junto a un sepulcro. Pepe Marín
Un día como dueño de una funeraria

El hombre que convive con la muerte sin perder la luz

Fermín Criado lleva toda la vida ayudando a despedir a los que se van y acompañando a los que se quedan. Su rutina tiene más humanidad que luto

Cristina Ramos

Granada

Domingo, 27 de julio 2025, 00:03

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En la mesa de un bar cualquiera de Armilla, Fermín Criado se toma su primer café del día, normalmente acompañado, ya sea de sus padres, su hermano o de un compañero de trabajo. Podría ser uno más, pero en su caso es el calentamiento previo a una jornada que, aunque se repite, nunca es igual. Él es tanatopractor, empresario y psicólogo no titulado de quienes acaban de perder a alguien. Dueño junto a su hermano de la Funeraria Fermín Criado, la misma que montó su padre cuando todavía nadie creía que en un pueblo hiciera falta un tanatorio. Cuando Armilla no era lo que es Armilla ahora. Mientras apura el desayuno, ya está con un ojo en el móvil. Porque aquí los días no comienzan con una reunión de Zoom, sino con el parte de fallecidos de la madrugada.

A esa hora, las calles apenas bostezan y ya ha recibido dos llamadas: una familia necesita adelantar el horario del entierro y otra quiere saber si pueden poner una foto «más alegre» en la sala del tanatorio. Aquí no hay espacio para mañanas lentas ni para improvisar a medias. «Cada familia tiene su manera de despedirse», dice, mientras revisa mentalmente todo lo que puede fallar en un funeral. En este negocio no se trabaja con tiempo, sino con emociones. Y lo emocional no da segundas oportunidades

Parte de defunciones y repaso

Al llegar a la funeraria a las 10 de la mañana, Fermín va directo a revisar si ha habido algún problema con las flores o el agua. «Lo principal es que siempre haya agua» repite como un mantra. Revisa que los nombres están bien escritos, que las salas estén limpias y que ningún detalle entorpezca el momento más frágil de una familia. A esta hora, su teléfono ya ha sonado cinco veces.

Hoy hay cuatro servicios. Eso significa, al menos, cuatro llamadas a familias distintas, varias gestiones con aseguradoras y un par de visitas al tanatorio para ofrecer un «¿necesitáis algo?» que no es por cumplir. «Cuando se va alguien, lo único que calma un poco es que no falte humanidad».

La agenda no se para

11.30. Fermín está acostumbrado a improvisar. A veces una familia quiere que el coche fúnebre pase por la plaza donde el abuelo jugaba al dominó. Otras que suene cierta canción justo al cerrar el féretro. Él toma nota y ejecuta. «Y si hay que poner una banda de música detrás del coche, se pone. Esto no es una cadena de montaje. Cada despedida es distinta».

El tanatorio nuevo tiene pantallas donde se proyectan vídeos con música. Criado no siempre consigue mantenerse al margen: «Una vez estaba viendo uno y me pegué una 'panzá' a llorar. La música, las fotos, el ambiente... Me ganó».

La imaginación y el vaho

En mitad del ajetreo, recuerda alguna anécdota surrealista. «Una vez una familia vio como un vaho en el cristal de la cámara y pensó que el fallecido respiraba. Fue un momento tenso, claro. La mente hace cosas raras en esos momentos». Él lo cuenta sin burla, con la naturalidad del que ha visto casi todo.

También menciona, sin dar muchos detalles, la dureza de los casos judiciales. «Son servicios donde necesitas mucha fuerza mental. Tienes que dar calma cuando ni tú la tienes». Alguien le ha preguntado alguna vez si no es «muy tétrico» su trabajo. Él lo tiene claro: «Mi trabajo tiene mucha luz. De verdad. Cuando una familia te agradece el trato, eso no se olvida. Que alguien se acuerde de ti por cómo le trataste en su peor momento... No hay mayor satisfacción».

No le cuesta hablar de fe. Para él no es algo anecdótico. Criado gestiona también el columbario del convento de San Antón, justo debajo del altar. «Se abren unas compuertas que están en el suelo, debajo de la capilla, colocamos las urnas... es precioso. Una paz increíble». Allí lleva a cabo su ritual y encuentra algo que no le dan ni el silencio de un tanatorio ni la rutina del teléfono: recogimiento.

El ojo crítico del tanatopractor

Fermín es un apasionado de la psicología, además de formarse como tanatopractor. Por eso, al contratar personal, no busca títulos ni experiencia en embalsamar cuerpos. Busca alguien que sepa mirar a los ojos, que tenga educación y sepa hablar.

«La parte técnica la puedo enseñar yo. Pero si no sabes acompañar a una familia, ahí no hay formación que valga. Se lleva en la sangre».

La lección que da la muerte

Ya cae la tarde. Si puede, hace una última ronda de llamadas. Hoy, como otros días, ha estado en contacto con gente que ha perdido a alguien que no esperaba. Lo repite con calma: «Aquí aprendes que todo puede cambiar en 0,2. Una vida perfecta, con casa, hijos, alegría... y de pronto, todo se detiene».

Por eso se le hincha un poco la vena cuando ve a padres discutiendo en un partido de fútbol infantil, o a conocidos pelándose por tonterías. «No merece la pena. Hay que disfrutar más. La gente vive con ganas de enfadarse, pero si vieran lo que yo veo cada día... cambiarían el chip».

Otra jornada se apaga

El día se va apagando. Fermín no tiene un ritual fijo para desconectar, pero la fe ayuda. «Soy muy católico. Conozco cementerios desde la Alpujarra hasta Guadix. Y eso me da mucho respeto y a la vez mucha calma». Su vida está atravesada por la muerte, pero no la ve como algo trágico, sino como una forma de entender mejor la vida. Y de cuidar, incluso cuando ya no se puede curar.

Vive rodeado de finales, pero no ha perdido ni el humor ni la ternura. Quizá por eso su funeraria no parece un lugar de muerte, sino un refugio donde los que se quedan encuentran un poco de consuelo. Él no promete milagros, solo cercanía, agua fresca, coronas de ensueño, y una despedida que honre la vida vivida. «Aquí nadie se va del todo si alguien lo recuerda bien», dice antes de apagar el móvil por fin, cuando ya es de noche en Armilla.

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El hombre que convive con la muerte sin perder la luz